miércoles, 31 de octubre de 2012

Dulces consecuencias: capítulo dos







Cuando Maya llegó a casa tenía la sensación de pesar diez kilos más. El dinero robado parecía quemar su cadera a través de la tela del bolso. Sentía el corazón en la garganta y cada latido gritaba culpa, culpa, culpa.


Jamás había experimentado algo así: la adrenalina corriendo vertiginosamente por sus venas, las piernas temblorosas y la lengua torpe como una bola de algodón húmedo. 

Corrió hasta su cuarto y se dejó caer en la cama presionando las heladas palmas de las manos contra sus mejillas ardientes.

¿Qué demonios había hecho?

Se acababa de convertir en una criminal -la palabra le supo amarga incluso mentalmente-. No podía dejar de imaginar el estupor del señor Li al encontrarse la caja vacía.

Había leído en alguna parte que existía gente que disfrutaba robando y eventualmente se volvían adictos. Cleptómanos los llamaban. 

No podía pensar en hacerlo otra vez. Era demasiado; como montarse en una noria a sabiendas de que se estropeará y te dejará colgando del borde, en lo más alto, esperando por la caída mortal.

Una parte de ella deseaba volver al supermercado familiar del señor Li y devolver el dinero, fingir que nada había pasado y regresar a casa sin las dos toneladas de culpa de regalo. Y otra que insistía que era tarde y, seguramente, ya se habrían percatado del hurto, entregarse solo serviría para que todo el mundo volviera a señalarlos y esta vez con rabia, no con lástima.

Maya quería pensar en sí misma como una víctima de la pobreza. No había robado por gusto o para darse un capricho, lo había hecho por necesidad. Eso debía contar para algo ¿no?

Se mordió la uña del pulgar decidiendo si era buena idea o no contar el botín. Finalmente desistió, no se veía capaz, al menos por el momento. En vez de eso, decidió cavilar sobre la historia que le contaría al director Benson cuando le llevara las facturas pagadas.

—Una tía lejana de mi madre ha muerto, así que hemos recibido una herencia y…—sacudió la cabeza. No, más muertes no. Además se arriesgaba a que apareciera en su casa con una corona de flores y una de esas ridículas notitas de pésame.

—He roto mi hucha de cerdito…—. Patético, ni siquiera tenía una.

Maya se puso en pie y enterró las manos en su cabello.

—He robado la recaudación del señor Li—dijo en voz alta. Acto seguido se tapó la boca y gimió. Sonaba peor, mucho peor, que en su cabeza.

—¿Maya? ¿Estás arriba? —la voz de su madre llegó desde el salón.    

Maya se puso en marcha con el corazón en la boca: semi escondió el bolso rojo entre los peluches que atestaban su cama tratando de que pareciera en una posición inocente y se pasó los dedos por el cabello despeinado.

¿No sonaba enfadada, verdad? Ni a punto de sacarle los ojos.

—¡Estoy en mi habitación, mamá! —chilló, con la voz estrangulada y el estómago dando saltos.

Los pasos de Amanda retumbaron en la escalera.

Culpa, culpa, culpa.

La puerta se abrió despacio y Maya dio un paso atrás, amedrentada. Una náusea subió por su esófago cuando el cabello rizado de su madre asomó tras la madera blanca. Tardó un instante en comprender que, de hecho, ella estaba sonriendo.

—Hola, cariño—saludó, sin instintos homicidas en los ojos azules. —Pensé que ibas a hacer la compra.

Culpa, culpa, culpa.

—Eh…sí. Pero salí tarde del instituto y no…

Amanda hizo un gesto displicente con la mano y entró a la habitación.


—No te preocupes por eso, ya la haré yo mañana. En realidad, tengo buenas noticias—anunció. —¿Sabes quién está aquí? Bueno, no aquí, aquí—sonrió y puso los ojos en blanco. —, sino en Lodden—esperó unos segundos, alargando la expectación del momento.

Maya se desesperó. Ese día no tenía paciencia para incógnitas.


—¿Quién, mamá?

—¡Liam Miller! —le dijo con los ojos brillantes de alegría. 

Maya entendió el júbilo de su madre. Los Miller habían vivido durante años a las afueras de Lodden y Amanda había servido de niñera para Liam y Brian Miller durante las vacaciones de verano, cuando los abuelos decidían salir por la noche y no se fiaban de dejar solos a los pequeños.

—Oh, es genial mamá. Supongo que irás a visitarlo—murmuró, rogando mentalmente por una respuesta afirmativa. Necesitaba estar sola un poco más y aclarar sus ideas.

Amanda se apagó un poco antes de contestar.

—No voy a poder, al menos hasta el fin de semana. Solo me he escapado un momento de la consulta, pero tengo que volver en veinte minutos—explicó.

Maya se quedó mirándola sin entender muy bien la expresión suplicante de su madre.

—¿Podrías ir tú? —disparó. Maya tardó un momento en comprender la petición.

—¿Cómo, cuándo? —inquirió desorientada.

—Ahora mismo, si no te importa.

Quiso negarse, realmente quiso hacerlo, pero no pudo. Hacía mucho tiempo que no veía a su madre de tan buen humor, incluso parecía rejuvenecida. Así que accedió a regañadientes. Cargó en el coche la tarta de fresas y queso que Amanda había comprado para la ocasión y se dirigió al rancho Russell como toda una señorita sureña empapada de la hospitalidad local y con un invisible cartel en la frente que la etiquetaba como una ladrona.

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Cuando el rancho Russell había estado habitado por George y Hanna Miller, parecía sacado de algún libro romántico de época. El paso de los años, sin embargo, había dejado su huella en la fachada blanca, rasgando aquí y allá la pintura cremosa, y el polvo había anidado en las grandes ventanas de la casa, opacándolas y robándoles la luz.

Maya estacionó el Audi detrás de un extravagante Impala amarillo limón, salió del coche con la tarta tambaleándose sobre la palma de su mano derecha y cerró la puerta con el pie.

A simple vista parecía desierto. Los árboles se retorcían a su alrededor, oscureciendo la zona. Recordó con un escalofrío los antiguos adornos de Halloween que los Miller solían colgar año tras año, con lucecitas de colores y murciélagos de plástico que se mecían con el viento.

Ni siquiera entonces el rancho había parecido tan terrorífico como ahora, invadido por la maleza y con un espeso aire de dejadez presionándolo contra las sombras del bosque.

Avanzó con presteza sobre la gravilla sucia y subió la escalera del porche que necesitaba una buena limpieza.

La puerta estaba abierta.

Maya parpadeó ante la extraña imagen interior.

Una alta muchacha enfundada en un pantalón vaquero naranja brillante se tambaleaba sobre un par de tacones negros, con un pañuelo floreado en torno a la lustrosa melena negra y los ojos entrecerrados con rabia taladrando al hombre que tenía frente a ella. 

Estaban discutiendo, aunque tan cerca el uno del otro que Maya casi esperaba que arrojaran los utensilios de limpieza al suelo y se besaran ardientemente, como en las películas.

—Si no fueras una chica, te patearía el trasero—amenazó el tipo destilando ira en cada una de las sílabas.

Maya se estremeció acobardada pero la chica no lo hizo, aunque él era realmente grande. Ella se carcajeó en su cara desfigurada por el enfado y, acto seguido se giró lánguidamente y se golpeó el trasero con la mano abierta.

—Adelante cariño, enséñame lo que tienes.

Liam Miller, no podía ser otro, pareció tan estupefacto como Maya.

Al parecer, por la impresión, Maya había hecho algún tipo de sonido, porque en ese momento los dos se giraron hacia ella.

—Hola. Soy Maya Conelly y traigo una tarta—balbuceó.

¿Había sonado tan ridículo como se temía? Por la risita que la chica dejó escapar tal vez más.

—¿Connelly? —Liam intervino, con una chispa de reconocimiento en los ojos marrones. —¡Caray! cómo has crecido—dijo. Cuando sonrió su rostro cambió radicalmente, pareció iluminarse. Era increíblemente atractivo.

Maya se sonrojó.

—¿Piensas dejarla en la puerta toda la noche? ¿Dónde está la supuesta hospitalidad sureña, Miller? —preguntó de pronto la chica. Le dio un guiño cómplice a Maya y la invitó a pasar. —No te asustes si ves alguna araña, todavía estamos trabajando en ello. Y evita respirar profundamente, el olor es realmente nauseabundo por aquí. —Lanzó una mirada intencionada a Liam y la guio hasta la cocina que, para sorpresa de Maya, relucía de limpia.

Dejó la suculenta tarta sobre la encimera de caoba y tomó asiento cuando la mujer la invitó con un gesto.

—¿Quieres beber algo?

—Si no es mucha molestia…

—¿Té? ¿Café? ¿Limonada? ¿Coca de dieta? Tenemos de todo por aquí.

—¡No me digas! —tronó la voz de Liam desde el comedor.

La chica puso los ojos en blanco.

—Ni caso. Su madre lo dejó lamer los barrotes de la cuna cuando estaban recién pintados.

Maya se echó a reír, fue inevitable, después señaló la jarra de té helado.

—Soy Elle Lawson, por cierto—se presentó estirando una mano en la que destacaba una cuidada manicura francesa.

—Encantada. Maya Conelly.

—Mmm, esta tarta luce espectacular—canturreó Elle, rebanándola diestramente en grandes trozos y sirviéndole uno de ellos a Maya.

—Sabe mejor—afirmó Maya sintiéndose cómoda por primera vez en todo el día.

Había algo en Elle que la hacía sentirse relajada a su alrededor. Sospechaba que tenía que ver con su sonrisa fácil o quizás con el hecho de que era una forastera y no estaba obligada a impresionarla o a mantener la fachada de joven responsable y madura entristecida por la reciente muerte de su padre. Elle no sabía nada de su vida ni de sus problemas, con ella podía ser una nueva Maya sin alarmarla de la mentira.

—Así que ¿vives en el pueblo? —preguntó Elle, llevándose el tenedor rebosante de tarta a la boca. Cerró los ojos y la saboreó con fruición, encantada. —Tenías razón, sabe mejor.

Maya sonrió y probó su propia ración. La acidez de la fresa inundó su lengua mezclándose con la textura esponjosa del queso dulce y los minúsculos trocitos de galleta.

—Sí—tragó—, cerca de la consulta del doctor.

—Y ¿de qué conoces al hombre de las cavernas que campa en el salón?

—Oh, pues resulta que mi madre, Amanda Conelly, solía hacer de niñera para él y para su hermano—explicó.

—Pobrecita. Ahora entiendo por qué te mandó a ti a recibirnos.

Rieron juntas ante el gruñido grotesco que llegó desde el salón. El hombre de las cavernas no parecía feliz con su pequeña charla. Cuando terminaron la tarta Elle se puso en pie y comenzó a lavar los platos mientras le daba conversación. Maya apuró su té y la imitó. Probablemente era hora de irse a casa, pero lo cierto era que no quería hacerlo.

¿Qué pensarían Liam y Elle si ella, por ejemplo, se encadenaba a la escalera del porche?

No quería conocer la respuesta.

—Puedes volver cuando quieras Maya—la invitó Elle, mientras caminaban hacia la puerta.

Maya pensaba aceptar la proposición.

Antes de irse observó con curiosidad a la extraña pareja. ¿Tendrían ellos una relación? Lo dudaba. No lucían como una pareja, es más, ni siquiera parecía que se gustaran.

De todas maneras no era asunto suyo. Ella ya tenía problemas de los que ocuparse. Grandes problemas de hecho.

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Los pueblos pequeños tenían una gran capacidad de difusión de información: si los señores Adam-resultaba extraño llamarlos así teniendo en cuenta que ambos no tenían más de veintidós años por cabeza- decidían montar otra escenita para mayores de dieciocho años en el porche de su casita nueva, en dos horas serían pasto de las mayores cotillas de Lodden. O, por ejemplo, si la nueva novia del señor Murray decidía tomar el sol desnuda en su jardín trasero, no sería extraño que al día siguiente hubiera fotos de sus virtudes privadas colgando de la parada del autobús.

Era inevitable. Pueblo pequeño, infierno grande.

Y Maya no se iba a librar tan fácil de lo que había hecho.

Cuando giró la esquina de su casa, las luces azules y rojas del coche del sheriff iluminaron el parabrisas del Audi y convirtieron su piel en una fantasía bicolor.

Se le pasó por la cabeza dar la vuelta en redondo y escapar, pero ¿para ir a dónde exactamente? Su herencia, su vida y su corta historia estaban allí, en Lodden, un pueblo donde los secretos no duraban mucho siendo secretos, donde la gente conocía a toda tu familia por el nombre de pila y donde no podías cometer un delito tipificado y esperar irte de rositas.

El sheriff White, embutido en su uniforme marrón, estaba de pie en el porche, delante de su madre y de espaldas a la calle. Discutían entre grandes aspavientos y él señalaba algo que tenía en la mano. Los ojos de Maya casi se salen de sus órbitas cuando se dio cuenta de que era su bolso rojo lo que colgaba balanceándose del brazo del sheriff.

Ya era un hecho, la habían pillado.

Con el corazón retumbándole en los oídos y las piernas convertidas en gelatina, Maya apagó el motor, bajó del coche y caminó hasta su casa. La luz del porche iluminó la escena. Sintió una fuerte punzada en el cráneo cuando vio los ojos hinchados y acuosos de su madre.

Más dolor no, por favor—pensó y luego se odió por ser la culpable de ello.

Subió la escalera atrayendo la atención sobre sí misma y ni siquiera volvió a pensar acerca de evadir a la justicia o echar a correr. Se merecía la mirada de desdén del sheriff y la de decepción de su madre, aunque doliera como el infierno.

—Maya vas a tener que acompañarme—anunció White. Amanda se encogió como si hubiera recibido un golpe en el estómago. Maya tragó saliva y asintió. Lo único que quería era salir pronto de allí.

Los vecinos comenzaron a salir de sus hogares, atraídos por el alboroto.

—No voy a esposarte por deferencia a tu madre, que no se merece esto, pero tengo que leerte tus derechos.

Maya no intentó entender la retahíla que, a continuación, brotó de los labios estrictos del jefe de policía, se limitó a controlar su respiración evitando mirar otra cosa que no fuera el suelo.

La gente de alrededor empezó a entender por fin el panorama y no esperaron a saber si Maya era culpable o no, sus dedos se levantaron acusadores y la señalaron sin compasión. 

De pronto todos los vecinos habían sospechado hacía mucho tiempo atrás sobre lo mala persona que era la hija de los Conelly.

La señora Williams, incluso se atrevió a subir al porche, colocarse al lado de su madre y decir:

—Yo ya sabía que algo así pasaría. No te culpo a ti, Amanda querida, pero tu hija lleva mucho tiempo en la cuerda floja y Adam…bueno sé que aún es pequeño pero yo te recomendaría la institución militar Stem, cuanto antes mejor. Mi sobrino…

Continuó y continuó parloteando sin parar acerca de todos sus conocimientos sobre jóvenes con problemas. Amanda no parecía escucharla, mantenía los ojos clavados con horror sobre su hija, a la que en ese momento escoltaban hasta el coche de policía.

Maya se inclinó sobre su estómago una vez que estuvo sentada en la parte de atrás del vehículo. La tarta de fresas y queso que había compartido con Elle parecía haber vuelto a la vida, aunque en vez de saber dulce y deliciosa ahora escocía como el ácido carcomiendo su carne y enviando punzadas de dolor al resto de su cuerpo tenso.

—No sé en qué estabas pensando, Maya, pero lo que has hecho no tiene justificación—dijo White, impertérrito ante el sufrimiento de la joven.

Y es que no había cosa que Lodden llevara peor que el robo a uno de sus vecinos y mucho menos a mano de otro habitante del pueblo. Incluso Maya se habría indignado si no hubiera sido ella la implicada.

De pronto sus razones parecían tan ridículas, sus excusas tan vanas. Sentía pena por el señor Li, por Amanda, por Adam y por ella misma.

—Lo siento—se disculpó.

—Eso espero, aunque no cambia nada.

Una vez en la comisaria, el sheriff condujo a Amanda hacia su oficina y dejó a Maya en la recepción bajo la atenta supervisión de la joven Sally, la secretaria principal, que la ayudó a preparar una ficha a base de preguntas hoscas y la acompañó después a la última sala del largo pasillo gris, donde le tomaron las fotografías y las huellas.

Resultó que el señor Li había instalado una cámara de seguridad para evitar, precisamente, lo que la joven Conelly había hecho.

Maya tuvo que soportar los cinco minutos de grabación sentada en una silla de plástico verde que crujía con cada movimiento, negándose a despegar la mirada de la televisión y encontrarse con los ojos horrorizados de su madre. 

Se vio a sí misma entrar al establecimiento con aire distraído y los pequeños dedos rosados pulsando diestramente sobre las teclas de la calculadora. El accidente con las latas Whiskas sonó estruendoso en su mente, aunque no en la pantalla. Maya tuvo un acceso de rabia cuando sus manos temblorosas husmearon dentro de la caja registradora, ella ni siquiera se había asegurado de que no hubiera nadie a su alrededor, más que disimulada parecía desesperada y codiciosa empujando los fajos de billetes dentro de su bolso rojo.

Se cubrió la cara con las manos ante la súbita aparición del señor Li en escena, una vez ella hubo escapado. Las lágrimas amargas que había estado conteniendo se desbordaron entre sus dedos, empapándole el rostro y las palmas de las manos.

Culpa, culpa, culpa.

—¿Es consciente, de que a partir de este momento está fichada por la policía, señorita Conelly? —había preguntado el juez Thomas media hora después, sentado frente a ella en el pequeño juzgado de la comisaría.

Maya asintió entre hipidos.

Tenía suerte de vivir allí, otra vez, pues en un pueblo tan pequeño los juicios exprés se convertían en inmediatos, sobre todo teniendo en cuenta de que el juez vivía a dos manzanas de su calle.

—Podríamos emitir una orden en este mismo momento y enviarla al correccional más cercano. Lo que usted ha hecho es muy grave y no estamos seguros de que no se vaya a volver a repetir—explicó tajante, con la carne fofa de las mejillas temblando de indignación.

—Lo siento mucho—repitió Maya, que era incapaz de decir otra cosa.

Estaba asustada. Ni siquiera la presencia de Rupert Larsell, el abogado que había ayudado con los trámites posteriores a la muerte de Jim, pudo calmarla en ese momento. 

Jamás había pensando en que el castigo sería tan severo. ¿Un correccional?

—Pero, teniendo en cuenta que es la primera vez, creemos que merece una segunda oportunidad—añadió, despertando una minúscula chispa de esperanza en ella.

Maya levantó la vista de la arañada mesa metálica y lo observó con anhelo.

—¿De verdad? ¡Oh, gracias! No volveré a hacer nada parecido, lo prometo. Jamás se me ocurrí…

—No tan deprisa, señorita—masculló el sheriff, que había estado callado y apartado hasta el momento, reclinado contra la pared percudida de la habitación. —Aun así se le impondrá un castigo ejemplar, por supuesto.

Miró de reojo al juez Thomas y continuó.

—Propongo nueve horas semanales de servicios comunitarios por el resto del verano.

Maya no objetó nada en su favor, sabía que lo merecía.

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El sheriff la llevó a casa en silencio, pues Amanda ni siquiera había mirado en su dirección antes de subir al coche y dejarla sola en la puerta de la comisaría, aunque tuvo el detalle de dejarla montar en el asiento del copiloto. Cuando llegaron Maya comprobó con alivio que la calle estaba desierta de curiosos. Subió la escalera del porche justo en el momento en que el Audi familiar dobló la esquina.

Había tenido la esperanza de poder enfrentar a su madre al día siguiente, una esperanza vana, por supuesto.

—¡Cómo has podido, Maya!—le gritó en cuanto estuvieron dentro de la casa. Maya cerró la puerta con rapidez para evitarles el espectáculo a los ansiosos vecinos.

—Lo siento mucho, mamá.

—¿Qué lo sientes? ¡Qué lo sientes!—bramó lanzando los brazos al aire. —¿Tú sabes el alcance que puede tener en este pueblo una cosa como esa? ¡Nadie va a confiar en ti nunca más! Van a señalarte durante años como a una vulgar ladrona, Maya. Y tú solo apareces aquí y dices ¡qué lo sientes!

Maya aguantó con estoica impasibilidad.

Prefería una madre enfadada a una madre triste y cansada. Prefería los gritos a las lágrimas.

—Lo peor de todo es que le has robado a tu propia gente, al señor Li. ¿Recuerdas quién es el señor Li, Maya? Te daba golosinas cuando tenías siete años ¡por amor de dios, es como de la familia!

—Lo sé, mamá—murmuró deseando fervientemente que no le recordara el dolor que había causado con su pequeño momento de locura. No quería dormir con las imágenes de un señor Li más joven llenándole el bolsillo de regaliz, que se complementarían con las del robo y el horror de ser arrastrada a la comisaria.

Quería cumplir con los castigos que la justicia le había impuesto, de verdad que sí, pero no podía batallar consigo misma a la vez, se rompería.

—Y ahora, Maya, antes de que vayas a tu habitación y empiece tu castigo a todo por el resto de tu vida, necesito saber el porqué—terminó Amanda, dejándose caer sobre la silla más cercana.

Maya cerró los ojos y apoyó la cabeza contra sus dedos congelados, suspiró y trató desesperadamente de ganar tiempo. No quería involucrar a su madre en lo que había hecho, no lo merecía. Decirle que su estúpida tentativa de robo se debía a la advertencia del director del instituto implicaría, lo deseara o no, a Amanda en el asunto. Porque esas facturas, por mucho que a Maya le doliera admitirlo, eran responsabilidad de su madre. Y era obvio que ella sola no podía con todo.

—No lo sé—mintió. —El dinero estaba a la vista y yo…simplemente lo tomé, no fue premeditado y tampoco salió bien, como ya te habrás dado cuenta. Lo único que puedo decir es que lo siento mamá, lo siento mucho y cumpliré con cualquier castigo que quieras imponerme.

Amanda la miró a los ojos con un aire de rabiosa incredulidad.

Maya aprovechó el momento para despedirse con vaguedad y correr hasta su dormitorio.

Se desvistió sin apenas respirar para no hacer ruido alguno, se metió en la cama y se tapó hasta la cabeza. El aire se hizo húmedo rápidamente con su aliento condensándose bajo las sábanas, pero ella no hizo nada por evitarlo. Era difícil explicar como se sentía en ese momento. Su cabeza bullía con un montón de información extra y tenía la sensación de estar viviendo una pesadilla extraña donde todos los demás la podían ver, pero ella no era capaz de llegar hasta ninguno de ellos, al menos no psicológicamente.

Maya no quería que la miraran con rabia o que la culparan más. Deseaba terminar con todo eso, simplemente borrarlo.

De pronto oyó pasos en su habitación.

Se estremeció e imploró para que su madre la creyera dormida. Pero no fue Amanda la que abrió las sabanas y se recostó contra ella.

Era Adam.

Su cálido cuerpecito se acurrucó dulcemente contra el regazo de Maya, buscó su mano a tientas en la cama y se la echó por encima, después suspiró satisfecho.

Maya se mordió el labio para evitar que los sollozos se le escaparan. La atención de Adam había vuelto a desatar sus lágrimas.

—Maya, ¿estás dormida? —susurró, pegando sus diminutos pies a los de ella.

Maya se sorbió la nariz.

—Sí—respondió.

—¿Te van a meter en la cárcel?

—No. Pero voy a tener que trabajar gratis para pagar lo que hice—explicó. No quería que Adam se llevara la impresión de que robar no era un delito, o que no mereciera un castigo.

—Si te llevan a la cárcel de todas maneras, yo podría cuidar de Kiko y Mozzarella por ti
—anunció, refiriéndose a los dos peces de colores que Maya tenía en su habitación.

Sonrió contra el cabello suave con olor a champú de hierbas de Adam y lo abrazó más fuerte contra su pecho tembloroso.

—Gracias por la oferta.

—Vale.

Permanecieron en silencio unos minutos más, con el sueño flotando tentador por encima de sus cabezas unidas.

—¿Maya?—recordó Adam de pronto.

—¿Sí?

—Siento lo que hice esta mañana. Lo de escupir la leche. Sé que odias que haga esas guarradas, como papá—dijo atropelladamente.

—Como papá—repitió Maya.

Después ambos se durmieron.

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Gracias por leer. Espero que me cuenten qué les va pareciendo.

Muchísimas gracias a Eri y Ele, sin ellas esta historia seguiría guardada en alguna carpeta olvidada.

Besos!



5 comentarios:

  1. Wolas!!!

    Que penita de capítulo... ó_ò. Pobre Maya, lo siente de verdad y además fue una victima de las circunstancias. ¿Por que no lo entiende la poli? ¬¬
    Y la parte cuando Adam se va a dormir con ella...¡fue de lo mas tierno! *o*.

    P.D: Esperando que salga el chico malo del pueblo XD.

    Ciaoooooo!!

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  2. Cris, soy Roni Green, compañera de El Club de las Escritoras. Te he dejado un premio para ti en mi blog. Pasa a recogerlo cuando quieras y me dejas un comentario en la entrada para saber que lo has visto, ok? espero que lo disfrutes >_<

    http://ronigreen1.blogspot.com.es/2012/11/premio-para-el-blog.html

    Un abrazo.

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  3. Cariño... qué decirte? Es sencillamente hermosa, tu forma de llevar la historia es perfecta, cada detalle, cada sentimiento.

    Me pongo en el lugar de Maya, y creo que haría lo mismo. Pesé a tener a su madre y hermano, está sola... y bueno eso contribuye mucho a la presión que trae a cuestas.

    TQM, me sigo a leer el próximo capítulo

    Con gran cariño
    Ise

    Pd: estoy por la cuenta de Alex, besitos!

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