Los gritos de Adam retumbaron por toda la casa, volvía a estar enfadado durante el desayuno.
—¡Pero yo no
quiero tostadas! ¡Odio las tostadas! Yo quiero los cereales que come Tommy
Kuhn, los del dinosaurio—chillaba sentado frente a una pila de pan dorado, con
las pequeñas manos empuñadas contra la mesa y las piernas colgando a pocos
centímetros del suelo.
Maya Conelly, que
había estado a punto de entrar en la cocina, se sentó al pie de la escalera y
observó la escena a través del recargado espejo que colgaba de la pared del
recibidor. Adam había cumplido los ocho años en abril pero últimamente se
comportaba como alguien mucho más pequeño, absorbía toda la atención de su
madre y estaba teniendo grandes problemas en el colegio.
—No he podido
hacer la compra Adam—le contestó Amanda, su madre, con ese tono resignado y
fatigoso que usaba en los últimos días, dejando un tazón de leche frente a él.
Maya estaba
preocupada por ella. Desde que Emily Marshall había renunciado a su puesto en
la consulta del doctor Grimmes, Amanda hacía doble turno y tenía profundas
ojeras grisáceas para demostrarlo. Aun así no llegaban a fin de mes y las
facturas se acumulaban sobre la mesa del salón como las hojas secas en otoño.
—¡Qué la haga
Maya!—insistió Adam mohíno. Tomó un pequeño sorbo de leche y lo escupió sobre
el plato—¡Esto sabe a pis!
Maya no pudo
soportarlo más, entró a la cocina y lo fulminó con la mirada.
—No vuelvas a
hacer eso, Adam. Es asqueroso.
Adam bajó la
cabeza con la barbilla temblando y Maya sintió una punzada de culpabilidad al
intuir lo que estaba pensando. No había nada que su padre odiara más que los
malos modales en la mesa; pero Jim Conelly no estaba allí para verlos ni
tampoco para regañarlos, había muerto y todavía no lo perdonaba por ello.
—Adam, ve a
lavarte los dientes o llegarás tarde de nuevo—interrumpió Amanda, que había
observado la escena en silencio.
Maya ocupó un
asiento libre y sacó una tostada del fondo del plato, de las que no habían sido
rociadas con la saliva de su hermano.
En otros tiempos
su madre habría comenzado con interminables preguntas acerca de cada pequeño
aspecto de su vida pero, otra vez, las cosas habían cambiado y Amanda ya no
tenía tiempo ni ganas para charlar.
Maya comió
despacio mientras miraba por la ventana.
Lodden volvía poco
a poco a la vida y los vecinos se preparaban para otro largo día bajo un sol
cada vez más cálido, las campanas de la iglesia católica llamaban a la misa
matutina, el tractor del señor Murray iba de aquí para allá en torno a las
nuevas casas del valle y el cartero estaba a punto de pasar.
Maya recordó sus
antiguas fantasías de escape. Ella quería viajar por el mundo: probar platos
exóticos en la India, comprar zapatos en Saint-Tropez, bailar en Río de Janeiro,
enamorarse en Roma y pasear por los viñedos de la Toscana con el sol
calentándole la espalda y el dulce olor de la uva alrededor. Sobre todo deseaba
hacer fotos, fotos y más fotos de todas las maravillas que iría encontrando a
su paso.
Un simple desgaste
en los neumáticos había tirado por tierra todas sus ilusiones,
transformándolas, irónicamente, en un deseo casi obsesivo de permanecer intacta
en el tiempo y así conservar los recuerdos de su padre. Jim tenía cabida en un
mundo donde Maya aún era pequeña e ingenua, una simple muchacha de pueblo, pero
no podía imaginarlo al lado de una versión adulta de sí misma. Estaba segura de
que los pequeños detalles que atesoraba celosamente, como el olor de su colonia
o la forma en la que apretaba los labios cuando Adam hacía alguna travesura, se
evaporarían si se marchaba. Irse de Lodden sería en parte como volver a perder
a su padre, como volver a enterrarlo.
Maya sabía que no
podría soportarlo.
Bebió un sorbo del
tazón casi intacto de Adam y se puso de pie incómoda. Amanda seguía estática en
su posición, dándole la espalda y en silencio.
—Eh. ¿Mamá? Ya me
voy—anunció tirando del pañuelo azul que llevaba en torno al cuello.
Dudó un instante y después se giró para irse. Había llegado a la puerta cuando Amanda reaccionó por fin.
—Maya, yo…—murmuró
con un hilo de voz.
Maya la observó
anhelante. Hacía mucho tiempo que su madre no la miraba de esa manera tan…intensa, como si quisiera leerle la
mente a pura fuerza de voluntad.
—¿Sí? —la apremió
dando un pequeño paso al frente.
—¿Podrías hacer tú
la compra?
Maya suspiró y
bajó los hombros imperceptiblemente. Por un instante había pensado que algo
grande iba a pasar, no esperaba una petición tan mundana.
—Sí, claro.
¿Tienes una lista?
—No, la verdad es
que no. Pero ya sabes más o menos lo que necesitamos—contestó Amanda, evitando
volver a encontrarse con los ojos pardos de su hija.
Sí, claro que
sabía lo que necesitaban, pensó Maya, una buena dosis de dinero en efectivo, el
regreso a la normalidad y que Jim jamás hubiera muerto.
—Vale—se limitó a
decir.
Amanda rebuscó
dentro de su bolso y sacó un antiguo monedero de imitación en piel, pero aunque
trató de evitarlo, Maya pudo ver su contenido: vacío a excepción de un único
billete de cincuenta dólares, y solo estaban a mitad de mes.
En ese momento
Adam bajó a saltos la escalera, sobresaltándolas.
—¿Nos vamos ya o
qué? —exigió todavía enfurruñado.
—Sí—murmuró Maya,
apartando la mirada de su madre y encaminándose con rapidez hasta la calle.
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El instituto Saint Thomas se alzaba sobre una de las
altas colinas de Lodden, la luz del sol matutino lo hacía resplandecer contra
el horizonte montañoso; las sombras de los altos robles locales lo protegían
del excesivo viento del invierno y lo convertían en un refugio fresco y seco
durante el verano. De pequeña, Maya solía tumbarse sobre la basta extensión de
tierra fértil donde estaban aposentados los dos sencillos edificios que
componían el Saint Thomas y mirar el despejado cielo azul hasta que le
dolían los ojos.
Pese a la humildad
de la construcción, Maya siempre se había sentido extrañamente intimidada por
el aire sacrosanto que se respiraba en los fríos pasillos de piedra blanca o
bajo las altas columnas calizas que enmarcaban las puertas principales. Sabía
que tenía que ver con el hecho de que ella conocía la historia del edificio,
que había sido un convento hasta los años setenta, y no con sus casi nulas
creencias religiosas.
El dueño del St. Thomas había decidido remodelarlo tras el cierre
y convertirlo en el refugio de los casi cuatrocientos jóvenes en edad escolar
de Lodden.
Maya adoraba el
lugar.
Tenía un álbum entero dedicado solo a los exteriores; le encantaba el
contraste entre lo nuevo y práctico y lo antiguo y solemne, como por ejemplo la
diferencia entre la reciente pintura blanca de la fachada contra la piedra gris
que rodeaba la mitad inferior. Habían conservado los vitrales de colores y Maya
había dedicado una página entera del álbum a retratar su área favorita: un enorme
vitral formado por diminutos cristales verdes, naranjas y amarillos que
representaba a la virgen con el niño entre sus brazos, la cual reinaba sobre
las puertas de los jardines.
Sin embargo, la
escena que tenía ante sus ojos en ese momento no iba para nada con la historia
del instituto.
Stella Donovan y
Derek Sinclair se comían a besos en el aparcamiento, semi escondidos entre la
camioneta del chico y el nuevo Toyota
del señor Benson, el director del centro. Las manos de Derek subían disimulada
e inexorablemente bajo la falda del uniforme de Stella, revelando las ligas con
forma de lazo rojo que acostumbraba a usar.
Maya había
escuchado las razones de Stella para llevar prendas de lencería fina al
instituto, y prefería no repetirlas ni siquiera mentalmente, gracias.
—Qué envidia—dijo
una voz soñadora a su lado. Nel Molina acababa de llegar.
Maya puso los ojos
en blanco y sonrió.
—Asco.
Nel dejó escapar
un gritito indignado y se apartó la larga melena negra del hombro, revelando la
piel tersa y bronceada de su cuello.
—¿Asco? —repitió
siguiéndola hacia la entrada. —¡Por favor! Imagínate a ti misma en el papel de Stella
y a Carl Scott como Derek. ¿No crees que la escena cambia un poquito?
Maya se mordió el
labio inferior con picardía. Sí que cambiaba, sí.
Carl Scott era el
chico por el que llevaba suspirando desde que descubrió que existían los besos
con lengua. Adoraba la forma en la que Carl siempre sonreía, como si no hubiera
nada lo suficientemente malo en el mundo para enturbiar su resplandeciente
humor. Tenía ese tipo de cuerpo que exige una disminución de ropa urgente y su
cabello rubio brillaba sobre un rostro digno de las mejores galerías de arte.
—Hablando del rey
de Roma…
Carl apareció al
final del pasillo acompañado por dos de sus compañeros de natación. Tenía el
pelo mojado y la chaqueta azul marino con el logo del St. Thomas colgando de uno de sus musculosos hombros.
—¿Crees que este
año pasarán de las semifinales?—preguntó Nel lanzando una mirada disimulada a
los nadadores estrella del instituto.
Maya abrió su
taquilla y descargó un par de pesados libros de matemáticas.
—Por
supuesto—aseguró.
Era obvia la
mejoría del equipo de natación con los nuevos fichajes del año y había llegado
la hora de que rompieran con la maldición de los segundones, como llamaban al
alarmante hecho de que jamás habían pasado de esa etapa o ganado un campeonato.
—Y supongo que tú
estarás en primera fila para animar a los campeones—bromeó Nel agitando un par
de pompones invisibles.
Maya la golpeó con
el libro de historia—Cállate.
—Oh, oh ¡no
deberías haber hecho eso! —advirtió, antes de agitar las espesas pestañas con
malicia y llamar a Carl a gritos. —¡Carl, eh, Carl!
—¡No! —siseó Maya
sintiendo su estómago burbujear de anticipación. Trató de detener a Nel pero
era tarde, Carl Scott las había visto y avanzaba con su caminar despreocupado
hacia ellas.
—Buenos días, chicas—saludó
sin dejar de sonreír. —¿No es genial? Solo quedan tres días, diez horas y dos
minutos para que terminen oficialmente las clases.
—Sí, genial—asintió
Maya.
Nel puso los ojos
en blanco.
—Maya y yo
estábamos hablando de la fiesta de final de curso. ¿Se hará en la parte de
atrás, verdad?—preguntó sabiendo la respuesta, refiriéndose a las grandes
hectáreas de césped natural que hacían de jardín del instituto y que eran
conocidas por todos como la parte de
atrás.
—Como siempre—adujo
Carl, cabeceando. Se rascó la nuca aparentemente incómodo y continuó, —así que,
¿te veo allí Maya?
—Claro—aceptó ella
con demasiado entusiasmo incluso.
—Es una cita.
Nel fingió
desmayarse contra su taquilla, por suerte se recompuso antes de que Carl se
despidiera, volviendo a dejarlas solas.
—De nada—cantó,
rodeando el brazo de Maya con el suyo.
—No pienso darte
las gracias por casi provocarme un infarto.
Nel la empujó con
la cadera y sonrió juguetona, tirando de ella hacia la primera clase del día.
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La profesora Olsen había vuelto a aparecer en clase vestida de bufón.
Maya se preguntaba qué pasaría por su cabeza al mirarse al espejo todas las mañanas. ¿No se daba cuenta de que mezclar un pantalón ancho con un monstruoso estampado de cuadros rojos y verdes, sandalias azul eléctrico terminadas en punta y una camisa de rayas grises no era lo más adecuado a no ser que aspiraras convertirte en la broma del instituto?
Nel, sentada a su
lado, no podía apartar sus grandes ojos negros de la profesora. Su expresión
era tan cómica-una mezcla de horror y
fascinación-que Maya había optado por no mirarla.
No quería echarse
a reír en medio de una clase de literatura.
Además del
pintoresco atuendo, que ayudaba a distraer a las masas, había una sensación de
expectación en el aire; una espesa niebla invisible que se cernía sobre las
cabezas de los veinticinco alumnos.
Era el efecto fin de curso.
Lo que suponía que
si, en ese mismo instante, la profesora Olsen hubiera anunciado un examen
sorpresa de lo que había estado explicando durante los últimos cincuenta
minutos, tendría entre sus nudosas manos un suspenso general.
La última semana
de curso parecía cantar en el oído de los estudiantes, distrayéndolos,
llamándolos a todo un verano de libertad, tentándolos con planes entre semana y
largas horas de sueño. Cada poco tiempo miraban sus relojes, y después la
puerta de salida con un suspiro de puro anhelo. Había un sabor dulce en el aire
cálido de junio, que permanecería intacto hasta los primeros días de septiembre.
—…y como sé que
están deseando conocer las notas finales, dedicaré los últimos minutos de clase
a entregarlas —. El anunció cayó como
un jarro de agua fría.
¿Cómo lograba alguien ser tan cruel? ¿No podía
esperar un poco más y dejarlos fantasear con ese suficiente raspado que las
salvaría de la recuperación en septiembre?
—Maldita—masculló Nel por lo bajo. La
literatura no era lo suyo.
La profesora se apoltronó detrás de su
escritorio y observó a los estudiantes por encima de sus anticuadas gafas de
carey. Sonrió antes empezar a relatar, en voz alta, los resultados del año
escolar.
Pronto la clase se llenó de gemidos y grititos
de pánico.
—¿Le disgusta su nota, señorita Anderson?
Lanna Anderson la miraba con terror.
—No debería sorprenderla—dijo Olsen y continuó
con la lista. Una suave sonrisa tiró de las comisuras de sus apretados labios
cuando llegó al apellido de Maya. —Nueve y medio, sobresaliente. Muy bien, Connelly—la
felicitó con evidente orgullo.
Maya se fingió muy interesada en su
descascarillada pintura de uñas.
Le gustaba obtener buenas notas, sobre todo en
su asignatura favorita, pero ser la preferida de amarguras-Olsen podía convertirla en una apestada social.
Nel bufó por lo bajo.
—A veces te odio profundamente, ¿sabías? —le
dijo, mirando con asco a la profesora que en ese momento estaba anunciando su
modesto cinco.
Maya se encogió de hombros con
modestia—¿Vendrá tu madre a buscarte? —preguntó en voz baja, cambiando de tema.
—Hoy no, tengo clase de cerámica. Pero podemos
quedar más tarde si te apetece.
Maya torció el gesto y negó con la cabeza.—No
puedo, tengo que hacer la compra y obligar a Adam a que limpie su habitación.
Nel le sonrió con cara de circunstancia. Ambas
conocían lo suficientemente a Adam como para saber la tarde infernal que le
esperaba.
—Pueden ir recogiendo y que tengan un buen
verano—anunció la profesora Olsen en ese momento con una sonrisa mordaz.
La campana ahogó la ácida réplica de Nel.
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El final del día sorprendió a Maya en la
biblioteca. El profesor de español había decidido, en un ataque de bondad repentina,
dejarles el resto de la hora libre para que pudieran ocuparse de sus propios
asuntos. Maya se dedicó a limpiar su atestada taquilla y al final se dio cuenta
de que todavía conservaba un par de ejemplares de consulta que pertenecían a la
biblioteca.
Tras pagar la multa por retraso salió al
pasillo y se apoyó contra la pared para esperar a Nel.
Su mente volvía una y otra vez a la mueca de cansancio
de su madre.
¿Serían imaginaciones suyas o, bajo todo ese
agotamiento, bullía algo más grave?
Maya ni siquiera quería pensar en las
posibilidades.
Desde la muerte de Jim se había vuelto
hipersensible con el tema muerte. Una semana después del entierro se encontró a
sí misma devorando una enciclopedia médica sobre enfermedades comunes y cómo
evitarlas. Y un par de días más tarde obligó a su madre a que le hiciera una
revisión completa al coche que habían tenido que comprar tras el siniestro
total de la antigua camioneta familiar. El problema era que ninguna dieta sana
o rutina diaria de ejercicios podía protegerte de un choque frontal contra un
árbol. Tampoco de la devastación que provocaba la visión de un ataúd cerrado,
con el cuerpo destrozado de un ser querido en su interior.
Maya levantó la vista del suelo y se encontró
de frente con su propio reflejo en el cristal de la puerta del director Benson.
Tenía los ojos acuosos, el ceño fruncido y las
comisuras de los labios inclinadas hacia abajo. Trató de recomponerse un poco,
repasando sus conocidas facciones como un mantra.
Cabello castaño oscuro, rizado y grueso, ojos
pardos, ni marrones ni verdes, labios carnosos con un gracioso doble arco
superior y piel blanca con toques melocotón en las mejillas.
Solía gustarle su aspecto, sobre todo el tono
caprichoso de sus ojos cambiantes, que eran idénticos a los de Jim. Sin embargo,
ahora le resultaba doloroso incluso pensar en aquellas semejanzas.
Maya se sobresaltó cuando la puerta de la
oficina principal se abrió de golpe y el rostro rubicundo del director Benson
remplazó el suyo propio.
—Señorita Conelly—saludó al parecer
sorprendido también. —Qué casualidad, con usted precisamente quería hablar—murmuró
con ese tono agudo tan característico y que no iba nada con su seca
personalidad. Era el tipo de hombre que se quebraría antes de doblarse.
Maya dudó antes de seguirlo al interior de la oficina.
La ventana, encallada entre un par de
elegantes estanterías, arrojaba un charco de luz brillante sobre el recio
escritorio del director, y esa era la única luz disponible. Entrar allí
provocaba la misma sensación que acceder a la cueva de un oso hambriento.
—Tome asiento, por favor.
Maya lo hizo con aprensión, no sabía qué esperar
y eso la ponía nerviosa. Si esto tenía que ver con otra de las travesuras de
Adam, ella…
—¿Tienen problemas en casa, señorita Connelly?—espetó de pronto,
cortando de raíz sus divagaciones.
Carraspeó incómoda, la había pillado con la guardia baja, cosa que
seguramente pretendía.
—No—contestó en voz baja. El director enarcó una ceja, escéptico —.
No, ningún problema—repitió, ésta vez con más fuerza—. ¿Por qué?
El señor Benson suspiró sonoramente y comenzó a rebuscar entre los
papeles de su escritorio. Después de un momento le entregó una carpeta de
plástico azul transparente.
—Esos son los últimos recibos de pago del colegio, Conelly. ¿Nota
usted algo extraño?
Por supuesto que notaba algo extraño, pensó, acariciando el papel con
la yema del dedo. La palabra impago
destacaba en rojo justo al lado de los últimos tres meses escolares y parecía
tragarse el resto de la pulcra caligrafía, como una especie de obsceno insulto.
—He tratado de ponerme en contacto con su madre pero al parecer hay
algún tipo de problema con las líneas de teléfono de su casa.
Maya tragó saliva. El único problema era que les habían cortado el
servicio telefónico la semana anterior.
—¿Tiene algo que decir al respecto, señorita Conelly?—insistió,
escrutando el rostro enrojecido de Maya.
Ella era incapaz de hablar. ¿Qué podía decir, que pagarían? No lo
sabía con seguridad y su madre tampoco había comentado nada al respecto.
—Si la deuda no queda cancelada a finales de este mes, tendrán que
buscar otro centro escolar para el año que viene—advirtió entrelazando sus
dedos regordetes.
Maya se las arregló para asentir y antes de que el señor Benson
pudiera agregar nada más y terminarla de hundir en la miseria, escapó de la oficina.
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Lodden era un pueblo muy surtido para su
escaso tamaño y población. Había una pequeña escuela de arte en el mismo
centro, con vista al lago del cuidado parque principal en el que se podían
alquilar bonitas barcas de remos durante el verano. En la zona sur estaban
asentados casi todos los comercios: el supermercado familiar Li, la librería,
el restaurante de pueblo y dos oscuras tabernas para mayores de dieciocho años.
Tenían dos gasolineras en los extremos opuestos de Lodden, justo antes de las
entradas; lo que no era muy conveniente, según pensaba Maya, para los turistas.
Además de todas las diminutas tiendas de regalo y las tres boutiques de ropa y
complementos, había también una biblioteca tan antigua como ajada. La dueña se
resistía a conseguir nueva mercancía, sin embargo era un buen lugar donde
buscar información: allí guardaban todos los periódicos locales de los últimos
ochenta años.
Maya aparcó frente al supermercado y bajó del
antiguo Audi recientemente adquirido.
Mientras caminaba hacia las puertas automáticas repasaba mentalmente la lista
de la compra y no le salían las cuentas. Además de toda la comida y los útiles
de aseo necesitaban gasolina, una nueva cortina para el baño y una funda
plástica que cubriera la deteriorada tapicería del sofá.
Eso sin contar con las facturas atrasadas de
la luz, el gas y, Maya no podía olvidarlo, del instituto.
Saludó de paso al señor Li, sacó la
calculadora de su bolso rojo y comenzó a llenar el destartalado carrito
metálico con las marcas blancas que tanto odiaba Adam. Presionaba las teclas de
una calculadora de mano con cada adquisición y su ceño se volvía más y más
profundo conforme el precio del conjunto aumentaba.
La advertencia del señor Benson colgaba
delante de sus ojos, enrareciendo el aire que respiraba, taladrándole la
cabeza.
—¿Tiene algo
que decir al respecto, señorita Conelly?—recordó al girar por el pasillo
central y volver al inicio del supermercado, donde apilaban los paquetes de
papel higiénico y la comida para gatos.
Maya sabía que la situación económica familiar
no era boyante precisamente. Pero entender que la ruina total acechaba detrás
de la puerta era otra cosa, una horrible. Había pensado en buscar un trabajo durante
el verano; ahora sabía que eso no era una posibilidad, sino una urgencia.
Giró el carrito en paralelo a una de las
estanterías y cuando fue a coger uno de los paquetes del estante superior, rozó
con las rodillas un montón de latas Whiskas*,
que se cayeron al suelo estruendosamente. Maya se agachó a recogerlas y fue en
ese mismo momento en que la vio.
La caja registradora del señor Li estaba
simplemente allí, abierta y a la vista; esperando por una mano lo
suficientemente rápida y los fajos de billetes de la recaudación diaria
sobresalían por el borde.
La imagen del monedero vacío de su madre se
hizo fuerte en la cabeza de Maya, que se incorporó como en trance y tragó
saliva.
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El enérgico señor Li salió del baño con una
mueca de dolor en su apergaminado rostro. Estaba padeciendo una terrible
infección de orina y cada visita al inodoro suponía una pequeña tortura
personal. Su esposa insistía en que fuera a visitar al doctor, pero él se negaba
en redondo a entrar a la consulta de uno de esos matasanos aprovechados, como le gustaba llamarlos.
Rescató la bolsa de patatas fritas a la
vinagreta que había estado comiendo y se desplomó contra la silla sobre la que
atendía a su clientela.
Había pasado la última hora cuadrando la caja
de la recaudación, era su parte favorita del día, o más bien la única que
disfrutaba realmente. Le gustaba el olor del dinero, el color y hasta la
textura granulosa y exigua. Él era un hombre de números y se sentía orgulloso
de ello.
Su rostro cambió de color cuando observó los
compartimentos impolutos de la caja registradora, estaban absolutamente vacíos.
Sus ojos rasgados fueron desde el carrito metálico abandonado contra las
estanterías, hasta la cámara de seguridad que parpadeaba con inocencia sobre
las puertas automáticas.
Antes de poder comprender realmente lo que
había pasado, se puso el auricular del teléfono el oído, marcó y esperó.
—Policía ¿en
qué puedo ayudarle? —contestó la operadora del otro lado de la línea.
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Whiskas*: Marca de
comida para gatos.
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Gracias por leer.
Y gracias a Eri Castelo y Ele GL por toda su paciencia al betearlo.
Y gracias a Eri Castelo y Ele GL por toda su paciencia al betearlo.
WOW simplemente WOM
ResponderEliminarMe ha gustado muchísimo, una historia con sentido, y que muestra en si una parte de la situacion que muchas personas viven.
Realista esa es la palabra
Felicidades chica!
Tienes un montón de talento, espero con ansias el próximo capitulo
Muchísimas gracias!
EliminarGracias por dejarnos apreciar tu histri sin darte mas a cambio q comentarios! EScribes muy bien y me ha gustado
ResponderEliminarGracias. Me alegro que te guste.
EliminarWolas!!!
ResponderEliminarMe ha encantando *o*. En serio, el capi esta genial. Aunque Maya y Amanda me dan un poquito de pena. Espero que salga pronto "el chico malo", son los mejores XD.
Pronto saldrá Dylan. Y sí, son los mejores ¿por qué será que gustan tanto? No me lo explico...
Eliminar¡Oh! Ya está aquí, que ya lo sabes que me encanta esta historia. Y es un placer ayudarte.
ResponderEliminarAwww al final me vas a hacer llorar, gracias linda!
EliminarSencillamente hermoso, tarde mucho en entrar y leerte, sin embargo me encanto!
ResponderEliminarTe quedo divino. Pobre Maya... Muero por leer el próximo capítulo.
Felicidades!!
Dulces Consecuencias, será un rotundo éxito cariño. Te quiero mucho!!
Gracias nena. Tkm!
EliminarSencillamente hermoso, tarde mucho en entrar y leerte, sin embargo me encanto!
ResponderEliminarTe quedo divino. Pobre Maya... Muero por leer el próximo capítulo.
Felicidades!!
Dulces Consecuencias, será un rotundo éxito cariño. Te quiero mucho!!
Hola! ¿cómo estás?
ResponderEliminarPrimeramente mis más sinceras felicitaciones. El capítulo es precioso, y esta demasiado bien narrado :)
Leeré el próximo, éxitos, y adiós.
Muchas gracias! Me alegro de que te guste.
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