Cuando Maya llegó a casa tenía la sensación de pesar diez kilos más.
El dinero robado parecía quemar su cadera a través de la tela del bolso. Sentía
el corazón en la garganta y cada latido gritaba culpa, culpa, culpa.
Jamás había experimentado algo así: la adrenalina corriendo
vertiginosamente por sus venas, las piernas temblorosas y la lengua torpe como
una bola de algodón húmedo.
Corrió hasta su cuarto y se dejó caer en la cama presionando las
heladas palmas de las manos contra sus mejillas ardientes.
¿Qué demonios había hecho?
Se acababa de convertir en una criminal
-la palabra le supo amarga incluso mentalmente-. No podía dejar de imaginar el
estupor del señor Li al encontrarse la caja vacía.
Había leído en alguna parte que existía gente que disfrutaba robando y
eventualmente se volvían adictos. Cleptómanos los llamaban.
No podía pensar en hacerlo otra vez. Era demasiado; como montarse en
una noria a sabiendas de que se estropeará y te dejará colgando del borde, en
lo más alto, esperando por la caída mortal.
Una parte de ella deseaba volver al supermercado familiar del señor Li
y devolver el dinero, fingir que nada había pasado y regresar a casa sin las
dos toneladas de culpa de regalo. Y otra que insistía que era tarde y,
seguramente, ya se habrían percatado del hurto, entregarse solo serviría para
que todo el mundo volviera a señalarlos y esta vez con rabia, no con lástima.
Maya quería pensar en sí misma como una víctima de la pobreza. No
había robado por gusto o para darse un capricho, lo había hecho por necesidad.
Eso debía contar para algo ¿no?
Se mordió la uña del pulgar decidiendo si era buena idea o no contar el botín. Finalmente desistió, no se veía capaz, al menos por el momento. En vez de eso, decidió cavilar sobre la historia que le contaría al director Benson cuando le llevara las facturas pagadas.
—Una tía
lejana de mi madre ha muerto, así que hemos recibido una herencia y…—sacudió la
cabeza. No, más muertes no. Además se arriesgaba a que apareciera en su casa
con una corona de flores y una de esas ridículas notitas de pésame.
—He roto mi
hucha de cerdito…—. Patético, ni siquiera tenía una.
Maya se puso en pie y enterró las manos en su cabello.
—He robado la recaudación del señor Li—dijo en voz alta. Acto seguido
se tapó la boca y gimió. Sonaba peor, mucho peor, que en su cabeza.
—¿Maya? ¿Estás arriba? —la voz de su madre llegó
desde el salón.
Maya se puso en marcha con el corazón en la boca: semi escondió el
bolso rojo entre los peluches que atestaban su cama tratando de que pareciera en
una posición inocente y se pasó los dedos por el cabello despeinado.
¿No sonaba enfadada, verdad? Ni a punto de sacarle los ojos.
—¡Estoy en mi habitación, mamá! —chilló, con la voz estrangulada y el
estómago dando saltos.
Los pasos de Amanda retumbaron en la escalera.
Culpa, culpa,
culpa.
La puerta se abrió despacio y Maya dio un paso atrás, amedrentada. Una
náusea subió por su esófago cuando el cabello rizado de su madre asomó tras la
madera blanca. Tardó un instante en comprender que, de hecho, ella estaba
sonriendo.
—Hola, cariño—saludó, sin instintos homicidas en los ojos azules. —Pensé
que ibas a hacer la compra.
Culpa, culpa,
culpa.
—Eh…sí. Pero salí tarde del instituto y no…
Amanda hizo un gesto displicente con la mano y entró a la habitación.
—No te preocupes por eso, ya la haré yo mañana. En realidad, tengo
buenas noticias—anunció. —¿Sabes quién está aquí? Bueno, no aquí, aquí—sonrió y puso los ojos en
blanco. —, sino en Lodden—esperó unos segundos, alargando la expectación del
momento.
Maya se desesperó. Ese día no tenía paciencia para incógnitas.
—¿Quién, mamá?
—¡Liam Miller! —le dijo con los ojos brillantes de alegría.
Maya entendió el júbilo de su madre. Los Miller habían vivido durante
años a las afueras de Lodden y Amanda había servido de niñera para Liam y Brian
Miller durante las vacaciones de verano, cuando los abuelos decidían salir por
la noche y no se fiaban de dejar solos a los pequeños.
—Oh, es genial mamá. Supongo que irás a visitarlo—murmuró, rogando
mentalmente por una respuesta afirmativa. Necesitaba estar sola un poco más y
aclarar sus ideas.
Amanda se apagó un poco antes de contestar.
—No voy a poder, al menos hasta el fin de semana. Solo me he escapado
un momento de la consulta, pero tengo que volver en veinte minutos—explicó.
Maya se quedó mirándola sin entender muy bien la expresión suplicante
de su madre.
—¿Podrías ir tú? —disparó. Maya tardó un momento en comprender la
petición.
—¿Cómo, cuándo? —inquirió
desorientada.
—Ahora mismo, si no te importa.
Quiso negarse, realmente quiso hacerlo, pero no pudo. Hacía mucho
tiempo que no veía a su madre de tan buen humor, incluso parecía rejuvenecida.
Así que accedió a regañadientes. Cargó en el coche la tarta de fresas y queso
que Amanda había comprado para la ocasión y se dirigió al rancho Russell como toda una señorita sureña empapada
de la hospitalidad local y con un invisible cartel en la frente que la
etiquetaba como una ladrona.
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Cuando el rancho Russell había
estado habitado por George y Hanna Miller, parecía sacado de algún libro
romántico de época. El paso de los años, sin embargo, había dejado su huella en
la fachada blanca, rasgando aquí y allá la pintura cremosa, y el polvo había
anidado en las grandes ventanas de la casa, opacándolas y robándoles la luz.
Maya estacionó el Audi
detrás de un extravagante Impala
amarillo limón, salió del coche con la tarta tambaleándose sobre la palma de su
mano derecha y cerró la puerta con el pie.
A simple vista parecía desierto. Los árboles se retorcían a su
alrededor, oscureciendo la zona. Recordó con un escalofrío los antiguos adornos
de Halloween que los Miller solían
colgar año tras año, con lucecitas de colores y murciélagos de plástico que se
mecían con el viento.
Ni siquiera entonces el rancho había parecido tan terrorífico como
ahora, invadido por la maleza y con un espeso aire de dejadez presionándolo
contra las sombras del bosque.
Avanzó con presteza sobre la gravilla sucia y subió la escalera del
porche que necesitaba una buena limpieza.
La puerta estaba abierta.
Maya parpadeó ante la extraña imagen interior.
Una alta muchacha enfundada en un pantalón vaquero naranja brillante
se tambaleaba sobre un par de tacones negros, con un pañuelo floreado en torno
a la lustrosa melena negra y los ojos entrecerrados con rabia taladrando al
hombre que tenía frente a ella.
Estaban discutiendo, aunque tan cerca el uno
del otro que Maya casi esperaba que arrojaran los utensilios de limpieza al
suelo y se besaran ardientemente, como en las películas.
—Si no fueras una chica, te patearía el trasero—amenazó el tipo
destilando ira en cada una de las sílabas.
Maya se estremeció acobardada pero la chica no lo hizo, aunque él era
realmente grande. Ella se carcajeó en su cara desfigurada por el enfado y, acto
seguido se giró lánguidamente y se golpeó el trasero con la mano abierta.
—Adelante cariño, enséñame lo que tienes.
Liam Miller, no podía ser otro, pareció tan estupefacto como Maya.
Al parecer, por la impresión, Maya había hecho algún tipo de sonido,
porque en ese momento los dos se giraron hacia ella.
—Hola. Soy Maya Conelly y traigo una tarta—balbuceó.
¿Había sonado tan ridículo como se temía? Por la risita que la chica
dejó escapar tal vez más.
—¿Connelly? —Liam intervino, con una chispa de reconocimiento en los
ojos marrones. —¡Caray! cómo has crecido—dijo. Cuando sonrió su rostro cambió
radicalmente, pareció iluminarse. Era increíblemente atractivo.
Maya se sonrojó.
—¿Piensas dejarla en la puerta toda la noche? ¿Dónde está la supuesta
hospitalidad sureña, Miller? —preguntó de pronto la chica. Le dio un guiño
cómplice a Maya y la invitó a pasar. —No te asustes si ves alguna araña,
todavía estamos trabajando en ello. Y evita respirar profundamente, el olor es
realmente nauseabundo por aquí. —Lanzó una mirada intencionada a Liam y la guio hasta la cocina que, para sorpresa de Maya, relucía de limpia.
Dejó la suculenta tarta sobre la encimera de caoba y tomó asiento
cuando la mujer la invitó con un gesto.
—¿Quieres beber algo?
—Si no es mucha molestia…
—¿Té? ¿Café? ¿Limonada? ¿Coca de dieta? Tenemos de todo por aquí.
—¡No me digas! —tronó la voz de Liam desde el comedor.
La chica puso los ojos en blanco.
—Ni caso. Su madre lo dejó lamer los barrotes de la cuna cuando
estaban recién pintados.
Maya se echó a reír, fue inevitable, después señaló la jarra de té
helado.
—Soy Elle Lawson, por cierto—se presentó estirando una mano en la que
destacaba una cuidada manicura francesa.
—Encantada. Maya Conelly.
—Mmm, esta tarta luce espectacular—canturreó Elle, rebanándola
diestramente en grandes trozos y sirviéndole uno de ellos a Maya.
—Sabe mejor—afirmó Maya sintiéndose cómoda por primera vez en todo el
día.
Había algo en Elle que la hacía sentirse relajada a su alrededor.
Sospechaba que tenía que ver con su sonrisa fácil o quizás con el hecho de que
era una forastera y no estaba obligada a impresionarla o a mantener la fachada
de joven responsable y madura entristecida por la reciente muerte de su padre.
Elle no sabía nada de su vida ni de sus problemas, con ella podía ser una nueva
Maya sin alarmarla de la mentira.
—Así que ¿vives en el pueblo? —preguntó Elle, llevándose el tenedor
rebosante de tarta a la boca. Cerró los ojos y la saboreó con fruición,
encantada. —Tenías razón, sabe mejor.
Maya sonrió y probó su propia ración. La acidez de la fresa inundó su
lengua mezclándose con la textura esponjosa del queso dulce y los minúsculos
trocitos de galleta.
—Sí—tragó—, cerca de la consulta del doctor.
—Y ¿de qué conoces al hombre de
las cavernas que campa en el salón?
—Oh, pues resulta que mi madre, Amanda Conelly, solía hacer de niñera
para él y para su hermano—explicó.
—Pobrecita. Ahora entiendo por qué te mandó a ti a recibirnos.
Rieron juntas ante el gruñido grotesco que llegó desde el salón. El hombre de las cavernas no parecía feliz
con su pequeña charla. Cuando terminaron la tarta Elle se puso en pie y comenzó
a lavar los platos mientras le daba conversación. Maya apuró su té y la imitó.
Probablemente era hora de irse a casa, pero lo cierto era que no quería
hacerlo.
¿Qué pensarían Liam y Elle si ella, por ejemplo, se encadenaba a la
escalera del porche?
No quería conocer la respuesta.
—Puedes volver cuando quieras Maya—la invitó Elle, mientras caminaban
hacia la puerta.
Maya pensaba aceptar la proposición.
Antes de irse observó con curiosidad a la extraña pareja. ¿Tendrían
ellos una relación? Lo dudaba. No lucían como una pareja, es más, ni siquiera
parecía que se gustaran.
De todas maneras no era asunto suyo. Ella ya tenía problemas de los
que ocuparse. Grandes problemas de hecho.
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Los pueblos pequeños tenían una gran capacidad de difusión de información:
si los señores Adam-resultaba extraño
llamarlos así teniendo en cuenta que ambos no tenían más de veintidós años por
cabeza- decidían montar otra escenita para mayores de dieciocho años en el
porche de su casita nueva, en dos horas serían pasto de las mayores cotillas de
Lodden. O, por ejemplo, si la nueva novia del señor Murray decidía tomar el sol
desnuda en su jardín trasero, no sería extraño que al día siguiente hubiera
fotos de sus virtudes privadas colgando de la parada del autobús.
Era inevitable. Pueblo pequeño, infierno grande.
Y Maya no se iba a librar tan fácil de lo que había hecho.
Cuando giró la esquina de su casa, las luces azules y rojas del coche
del sheriff iluminaron el parabrisas del Audi
y convirtieron su piel en una fantasía bicolor.
Se le pasó por la cabeza dar la vuelta en redondo y escapar, pero
¿para ir a dónde exactamente? Su herencia, su vida y su corta historia estaban
allí, en Lodden, un pueblo donde los secretos no duraban mucho siendo secretos,
donde la gente conocía a toda tu familia por el nombre de pila y donde no
podías cometer un delito tipificado y esperar irte de rositas.
El sheriff White, embutido en su uniforme marrón, estaba de pie en el
porche, delante de su madre y de espaldas a la calle. Discutían entre grandes
aspavientos y él señalaba algo que tenía en la mano. Los ojos de Maya casi se
salen de sus órbitas cuando se dio cuenta de que era su bolso rojo lo que
colgaba balanceándose del brazo del sheriff.
Ya era un hecho, la habían pillado.
Con el corazón retumbándole en los oídos y las piernas convertidas en
gelatina, Maya apagó el motor, bajó del coche y caminó hasta su casa. La luz
del porche iluminó la escena. Sintió una fuerte punzada en el cráneo cuando vio
los ojos hinchados y acuosos de su madre.
—Más dolor no, por favor—pensó
y luego se odió por ser la culpable de ello.
Subió la escalera atrayendo la atención sobre sí misma y ni siquiera
volvió a pensar acerca de evadir a la justicia o echar a correr. Se merecía la
mirada de desdén del sheriff y la de decepción de su madre, aunque doliera como
el infierno.
—Maya vas a tener que acompañarme—anunció White. Amanda se encogió
como si hubiera recibido un golpe en el estómago. Maya tragó saliva y asintió.
Lo único que quería era salir pronto de allí.
Los vecinos comenzaron a salir de sus hogares, atraídos por el
alboroto.
—No voy a esposarte por deferencia a tu madre, que no se merece esto,
pero tengo que leerte tus derechos.
Maya no intentó entender la retahíla que, a continuación, brotó de los
labios estrictos del jefe de policía, se limitó a controlar su respiración
evitando mirar otra cosa que no fuera el suelo.
La gente de alrededor empezó a entender por fin el panorama y no
esperaron a saber si Maya era culpable o no, sus dedos se levantaron acusadores
y la señalaron sin compasión.
De pronto todos los vecinos habían sospechado
hacía mucho tiempo atrás sobre lo mala persona que era la hija de los Conelly.
La señora Williams, incluso se atrevió a subir al porche, colocarse al
lado de su madre y decir:
—Yo ya sabía que algo así pasaría. No te culpo a ti, Amanda querida,
pero tu hija lleva mucho tiempo en la cuerda floja y Adam…bueno sé que aún es
pequeño pero yo te recomendaría la institución militar Stem, cuanto antes mejor. Mi sobrino…
Continuó y continuó parloteando sin parar acerca de todos sus
conocimientos sobre jóvenes con problemas. Amanda no parecía escucharla,
mantenía los ojos clavados con horror sobre su hija, a la que en ese momento
escoltaban hasta el coche de policía.
Maya se inclinó sobre su estómago una vez que estuvo sentada en la
parte de atrás del vehículo. La tarta de fresas y queso que había compartido
con Elle parecía haber vuelto a la vida, aunque en vez de saber dulce y deliciosa
ahora escocía como el ácido carcomiendo su carne y enviando punzadas de dolor
al resto de su cuerpo tenso.
—No sé en qué estabas pensando, Maya, pero lo que has hecho no tiene
justificación—dijo White, impertérrito ante el sufrimiento de la joven.
Y es que no había cosa que Lodden llevara peor que el robo a uno de
sus vecinos y mucho menos a mano de otro habitante del pueblo. Incluso Maya se
habría indignado si no hubiera sido ella la implicada.
De pronto sus razones parecían tan ridículas, sus excusas tan vanas.
Sentía pena por el señor Li, por Amanda, por Adam y por ella misma.
—Lo siento—se disculpó.
—Eso espero, aunque no cambia nada.
Una vez en la comisaria, el sheriff condujo a Amanda hacia su oficina
y dejó a Maya en la recepción bajo la atenta supervisión de la joven Sally, la
secretaria principal, que la ayudó a preparar una ficha a base de preguntas
hoscas y la acompañó después a la última sala del largo pasillo gris, donde le
tomaron las fotografías y las huellas.
Resultó que el señor Li había instalado una cámara de seguridad para
evitar, precisamente, lo que la joven Conelly había hecho.
Maya tuvo que soportar los cinco minutos de grabación sentada en una
silla de plástico verde que crujía con cada movimiento, negándose a despegar la
mirada de la televisión y encontrarse con los ojos horrorizados de su madre.
Se vio a sí misma entrar al establecimiento con aire distraído y los
pequeños dedos rosados pulsando diestramente sobre las teclas de la
calculadora. El accidente con las latas Whiskas
sonó estruendoso en su mente, aunque no en la pantalla. Maya tuvo un acceso
de rabia cuando sus manos temblorosas husmearon dentro de la caja registradora,
ella ni siquiera se había asegurado de que no hubiera nadie a su alrededor, más
que disimulada parecía desesperada y codiciosa empujando los fajos de billetes dentro
de su bolso rojo.
Se cubrió la cara con las manos ante la súbita aparición del señor Li
en escena, una vez ella hubo escapado. Las lágrimas amargas que había estado
conteniendo se desbordaron entre sus dedos, empapándole el rostro y las palmas
de las manos.
Culpa, culpa,
culpa.
—¿Es consciente, de que a partir de este momento está fichada por la
policía, señorita Conelly? —había preguntado el juez Thomas media hora después,
sentado frente a ella en el pequeño juzgado de la comisaría.
Maya asintió entre hipidos.
Tenía suerte de vivir allí, otra vez, pues en un pueblo tan pequeño
los juicios exprés se convertían en
inmediatos, sobre todo teniendo en cuenta de que el juez vivía a dos manzanas
de su calle.
—Podríamos emitir una orden en este mismo momento y enviarla al
correccional más cercano. Lo que usted ha hecho es muy grave y no estamos
seguros de que no se vaya a volver a repetir—explicó tajante, con la carne fofa
de las mejillas temblando de indignación.
—Lo siento mucho—repitió Maya, que era incapaz de decir otra cosa.
Estaba asustada. Ni siquiera la presencia de Rupert Larsell, el
abogado que había ayudado con los trámites posteriores a la muerte de Jim, pudo
calmarla en ese momento.
Jamás había pensando en que el castigo sería tan severo. ¿Un
correccional?
—Pero, teniendo en cuenta que es la primera vez, creemos que merece
una segunda oportunidad—añadió, despertando una minúscula chispa de esperanza
en ella.
Maya levantó la vista de la arañada mesa metálica y lo observó con
anhelo.
—¿De verdad? ¡Oh, gracias! No volveré a hacer nada parecido, lo
prometo. Jamás se me ocurrí…
—No tan deprisa, señorita—masculló el sheriff, que había estado
callado y apartado hasta el momento, reclinado contra la pared percudida de la
habitación. —Aun así se le impondrá un castigo ejemplar, por supuesto.
Miró de reojo al juez Thomas y continuó.
—Propongo nueve horas semanales de servicios comunitarios por el resto
del verano.
Maya no objetó nada en su favor, sabía que lo merecía.
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El sheriff la llevó a casa en silencio, pues Amanda ni siquiera había
mirado en su dirección antes de subir al coche y dejarla sola en la puerta de
la comisaría, aunque tuvo el detalle de dejarla montar en el asiento del
copiloto. Cuando llegaron Maya comprobó con alivio que la calle estaba desierta
de curiosos. Subió la escalera del porche justo en el momento en que el Audi familiar dobló la esquina.
Había tenido la esperanza de poder enfrentar a su madre al día
siguiente, una esperanza vana, por supuesto.
—¡Cómo has podido, Maya!—le gritó en cuanto estuvieron dentro de la
casa. Maya cerró la puerta con rapidez para evitarles el espectáculo a los ansiosos
vecinos.
—Lo siento mucho, mamá.
—¿Qué lo sientes? ¡Qué lo sientes!—bramó lanzando los brazos al aire. —¿Tú
sabes el alcance que puede tener en este pueblo una cosa como esa? ¡Nadie va a
confiar en ti nunca más! Van a señalarte durante años como a una vulgar
ladrona, Maya. Y tú solo apareces aquí y dices ¡qué lo sientes!
Maya aguantó con estoica impasibilidad.
Prefería una madre enfadada a una madre triste y cansada. Prefería los
gritos a las lágrimas.
—Lo peor de todo es que le has robado a tu propia gente, al señor Li.
¿Recuerdas quién es el señor Li, Maya? Te daba golosinas cuando tenías siete
años ¡por amor de dios, es como de la familia!
—Lo sé, mamá—murmuró deseando fervientemente que no le recordara el
dolor que había causado con su pequeño momento de locura. No quería dormir con
las imágenes de un señor Li más joven llenándole el bolsillo de regaliz, que se
complementarían con las del robo y el horror de ser arrastrada a la comisaria.
Quería cumplir con los castigos que la justicia le había impuesto, de
verdad que sí, pero no podía batallar consigo misma a la vez, se rompería.
—Y ahora, Maya, antes de que vayas a tu habitación y empiece tu
castigo a todo por el resto de tu
vida, necesito saber el porqué—terminó Amanda, dejándose caer sobre la silla
más cercana.
Maya cerró los ojos y apoyó la cabeza contra sus dedos congelados,
suspiró y trató desesperadamente de ganar tiempo. No quería involucrar a su
madre en lo que había hecho, no lo merecía. Decirle que su estúpida tentativa
de robo se debía a la advertencia del director del instituto implicaría, lo
deseara o no, a Amanda en el asunto. Porque esas facturas, por mucho que a Maya
le doliera admitirlo, eran responsabilidad de su madre. Y era obvio que ella
sola no podía con todo.
—No lo sé—mintió. —El dinero estaba a la vista y yo…simplemente lo
tomé, no fue premeditado y tampoco salió bien, como ya te habrás dado cuenta.
Lo único que puedo decir es que lo siento mamá, lo siento mucho y cumpliré con
cualquier castigo que quieras imponerme.
Amanda la miró a los ojos con un aire de rabiosa incredulidad.
Maya aprovechó el momento para despedirse con vaguedad y correr hasta
su dormitorio.
Se desvistió sin apenas respirar para no hacer ruido alguno, se metió
en la cama y se tapó hasta la cabeza. El aire se hizo húmedo rápidamente con su
aliento condensándose bajo las sábanas, pero ella no hizo nada por evitarlo.
Era difícil explicar como se sentía en ese momento. Su cabeza bullía con un
montón de información extra y tenía la sensación de estar viviendo una
pesadilla extraña donde todos los demás la podían ver, pero ella no era capaz
de llegar hasta ninguno de ellos, al menos no psicológicamente.
Maya no quería que la miraran con rabia o que la culparan más. Deseaba
terminar con todo eso, simplemente borrarlo.
De pronto oyó pasos en su habitación.
Se estremeció e imploró para que su madre la creyera dormida. Pero no
fue Amanda la que abrió las sabanas y se recostó contra ella.
Era Adam.
Su cálido cuerpecito se acurrucó dulcemente contra el regazo de Maya,
buscó su mano a tientas en la cama y se la echó por encima, después suspiró
satisfecho.
Maya se mordió el labio para evitar que los sollozos se le escaparan.
La atención de Adam había vuelto a desatar sus lágrimas.
—Maya, ¿estás dormida? —susurró, pegando sus diminutos pies a los de
ella.
Maya se sorbió la nariz.
—Sí—respondió.
—¿Te van a meter en la cárcel?
—No. Pero voy a tener que trabajar gratis para pagar lo que hice—explicó.
No quería que Adam se llevara la impresión de que robar no era un delito, o que
no mereciera un castigo.
—Si te llevan a la cárcel de todas maneras, yo podría cuidar de Kiko y Mozzarella por ti
—anunció,
refiriéndose a los dos peces de colores que Maya tenía en su habitación.
Sonrió contra el cabello suave con olor a champú de hierbas de Adam y
lo abrazó más fuerte contra su pecho tembloroso.
—Gracias por la oferta.
—Vale.
Permanecieron en silencio unos minutos más, con el sueño flotando
tentador por encima de sus cabezas unidas.
—¿Maya?—recordó Adam de pronto.
—¿Sí?
—Siento lo que hice esta mañana. Lo de escupir la leche. Sé que odias
que haga esas guarradas, como papá—dijo
atropelladamente.
—Como papá—repitió Maya.
Después ambos se durmieron.
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Gracias por leer. Espero que me cuenten qué les va pareciendo.
Muchísimas gracias a Eri y Ele, sin ellas esta historia seguiría guardada en alguna carpeta olvidada.
Besos!
Wolas!!!
ResponderEliminarQue penita de capítulo... ó_ò. Pobre Maya, lo siente de verdad y además fue una victima de las circunstancias. ¿Por que no lo entiende la poli? ¬¬
Y la parte cuando Adam se va a dormir con ella...¡fue de lo mas tierno! *o*.
P.D: Esperando que salga el chico malo del pueblo XD.
Ciaoooooo!!
xD Pronto, pronto. Gracias por tu comentario.
EliminarCris, soy Roni Green, compañera de El Club de las Escritoras. Te he dejado un premio para ti en mi blog. Pasa a recogerlo cuando quieras y me dejas un comentario en la entrada para saber que lo has visto, ok? espero que lo disfrutes >_<
ResponderEliminarhttp://ronigreen1.blogspot.com.es/2012/11/premio-para-el-blog.html
Un abrazo.
Cariño... qué decirte? Es sencillamente hermosa, tu forma de llevar la historia es perfecta, cada detalle, cada sentimiento.
ResponderEliminarMe pongo en el lugar de Maya, y creo que haría lo mismo. Pesé a tener a su madre y hermano, está sola... y bueno eso contribuye mucho a la presión que trae a cuestas.
TQM, me sigo a leer el próximo capítulo
Con gran cariño
Ise
Pd: estoy por la cuenta de Alex, besitos!
No hagas caso a es PD!
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