jueves, 22 de noviembre de 2012

Dulces consecuencias: capítulo cuatro.




Anne Cavanaugh había vivido durante toda su vida en una de las pequeñas y antiguas granjas de Lodden. Recordaba claramente lo mal que se sintió cuando los dueños de las viviendas contiguas decidieron demolerlas para construirse algunos de esos ridículos chalets modernos. Ella jamás habría permitido tamaña aberración para la casa que fue de sus padres y, antes de ellos, de sus abuelos; era una mujer de tradición. Seguía teniendo problemas con los vecinos, por supuesto, ya que en cuanto estos se subieron al carro de la modernidad y decidieron convertirse en ovejunos de un rebaño, cada vez más extravagante, llegaron a la conclusión de que una granja tan vieja como la de Anne afeaba  el paisaje.

Le ofrecieron dinero y ayuda en cuanto al cambio que tan desesperadamente insistían en que necesitaba su casita, pero si la hubieran conocido mejor habrían desistido mucho antes, de hecho jamás lo habrían propuesto.

No obstante, Anne decidió que había llegado el momento de protegerse a sí misma y a sus tierras y por eso encargó a uno de los muchachos del taller de Lou que construyera una verja alrededor de sus dominios. El chico la construyó, pero cuando llegó la hora de pintarla se cayó de una escalera y ¡hala, rotura de rodilla al canto! Anne no estaba dispuesta a dejar el trabajo a medias, eso era para vagos. Iba a pintar la verja así tuviera que hacerlo ella misma o esclavizaría a alguien para que el trabajo se realizara.

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A Maya le dolía todo el cuerpo, incluso zonas que no sabía que podían doler. Sentía el rostro tirante por todo el sol que había tenido que soportar durante horas, tenía las manos arañadas y heridas y los pies sensibles, llenos de ampollas brillantes.

Estaba hecha un asco.

El sheriff White había aparecido cuatro horas después de abandonarla cruelmente en la carretera y Maya prácticamente se había arrastrado dentro de su camioneta desesperada por sentir el aire acondicionado contra su piel ardiente.

La buena noticia era que no tendría que volver allí, la mala que no estaba muy segura de poder despegarse de la cama.

Adam apareció en su habitación con un vaso grande de zumo de naranja natural en las manos y los labios manchados de azúcar glas.

—Mamá ha comprado donuts para desayunar—anunció antes de inclinar el frío vaso de cristal y beber un buen trago del dulce y jugoso néctar.

A Maya se le hizo la boca agua. 

—¿Puedes darme un poco de eso?—rogó incorporándose penosamente. Adam se encogió de hombros, se acercó y le tendió el zumo.

—Queda más en la cocina—dijo con los ojos abiertos de par en par ante las ansias de Maya al beber.

—Está bien así—suspiró satisfecha paladeando las últimas gotas y apoyó la cabeza contra el cabecero de madera. Todavía se sentía algo deshidratada, tenía los labios híper sensibles y la acidez del zumo le escoció en la garganta.

—Mamá ha dicho que es hora de que te levantes.

Maya miró el reloj de pared y gimió, Amanda tenía razón. Eran las nueve y media de la mañana y supuestamente debía empezar su nuevo trabajo a las diez en punto.

—Ya voy—murmuró sacando los pies de la cama. Los apoyó contra el suelo de la habitación y cerró los ojos esperando que el dolor amainara. No lo hizo, así que se resignó y se puso de pie con los dientes apretados.

¿Cómo iba a sobrevivir el resto del día?

—¿Por qué andas como cuando Tina se pone algodón entre los dedos de los pies? ¿Te has pintado las uñas?—preguntó Adam inclinando la cabeza curioso. Maya se echó a reír y sintió en el estómago la tensión de las agujetas.

—Tengo los pies machacados—explicó despeinándolo con la mano. —No sé cómo voy a soportar el agua caliente de la ducha.

—Oh, se me había olvidado decírtelo—saltó Adam, avanzando disimuladamente hacia la puerta. —No queda agua caliente.

Maya lo observó atenta esperando sinceramente que estuviera bromeando.

—¡Es que hacía mucho tiempo que no usaba mis gafas de buceo!—dijo a la defensiva.

Maya gruñó y se inclinó para alcanzarlo pero su hermano pequeño tenía ventaja aquella mañana. Sonrió maléficamente ante sus débiles intentos de movimiento y se escabulló por la escalera.

Genial. Así que el día no hacía nada más que mejorar.

¿Qué era lo siguiente? ¿Astillas de madera para desayunar?

Diez minutos de tiritona después, Maya bajó la escalera y entró a la cocina. Amanda, vestida con el uniforme blanco y anodino que usaba en la consulta, no hizo gesto alguno ante la irrupción, se limitó a continuar preparando su bolso en silencio y cuando llegó la hora de irse ni siquiera se despidió de su hija. El portazo que sonó tras su marcha reverberó en toda la casa azotando el centro del pecho de Maya, que con cada hora que pasaba sospechaba con más firmeza que su madre jamás iba a perdonarla.

Devoró un par de donuts de fresa y se peinó ante el espejo del recibidor amarrándose el cabello aún húmedo en lo alto de la cabeza. Estaba sopesando la posibilidad de comprarse un par de botas de trabajo, de esas con punta de metal que pesaban como dos toneladas y media, pues había comprobado de primera mano la poca resistencia a altas temperaturas de sus deportivas.

El quid de la cuestión era saber si estaba dispuesta o no a coleccionar más ampollas en sus ya delicados pies. Decidió que una vez puestos, de perdidos al río. Las compraría en cuanto terminara con la tortura del día. Luego cayó en la cuenta de que ni siquiera tenía dinero para ese tipo de gasto. 

Era deprimente.

Todavía no sabía dónde tendría que someterse hoy pero teniendo en cuenta la vena sádica de Nick White podía ser en cualquier lugar: una mina de petróleo, por ejemplo, o un campo de concentración.

Guardó las llaves de casa y una botella de agua de dos litros en una vieja mochila de Adam, con fotos plastificadas de Bob Esponja, y salió al soleado exterior.

La señora William alzó en el aire su pequeña nariz respingona al verla pasar y el cartero, Joseph Stiles, se cambió de acera arrastrando el carrito amarillo del correo. Maya parpadeó furiosamente ante el repentino escozor de sus ojos. Una cosa era que estuviera trabajando para superar lo ocurrido y otra que no doliera. Dolía y mucho. Bajó la cabeza y aumentó el ritmo de sus zancadas ignorando el malestar general que le provocó ese pequeño esfuerzo.

Había quedado que se encontraría con el sheriff en la comisaría para recibir nuevas instrucciones.

Maya pasó al lado del parque principal y su mirada se desvió hasta el césped verdoso que se extendía detrás de la verja negra hasta donde alcanzaba su vista. Por alguna extraña razón el paisaje se le antojó sombrío sin la presencia de Dylan y su grupo de paletos marginales. Sacudió la cabeza con hastío y se dijo a sí misma que el dolor la hacía delirar.

White la esperaba apoyado contra la pared de la comisaria. El uniforme policial se le pegaba al cuerpo rebelando las formas trabajadas de sus sólidos músculos.

Es un tirano sí pero está buenísimo, pensó Maya recorriéndolo de arriba abajo con la mirada.

—¿Está lista?—le preguntó él sin detenerse a saludarla.

—Todo lo lista que se puede estar después de la paliza de ayer—murmuró Maya con resentimiento.

Nick se dio la vuelta a fin de esconder la sonrisa. Si la tontería del día anterior había sacudido su pequeño mundo de luz y color, sería interesante ver cómo terminaba después de una buena dosis de Anne Cavanaugh.

—Sube—la acució abriéndole la puerta del coche.

El pánico cruzó por los ojos pardos de Maya.

—Se suponía que el coche oficial no estaba destinado a pasear a adolescentes rebeldes—le citó reacia a repetir una experiencia tan traumática.

—Hoy haremos una excepción—replicó Nick ocupando el asiento del conductor. Maya lo imitó con las piernas tensas. —No puedo traer mi camioneta cuando estoy de servicio, no sería nada práctico tener que conducir dos veces el mismo trayecto ¿no crees?

—Claro.

—Relájese, Conelly, nadie tiene por qué saber de su afición por los vehículos con luces en el techo—bromeó manipulando el cambio de marchas.

Maya prefirió no contestar.

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En esa zona del pueblo las calles estaban a medio pavimentar; había caminos de tierra que se abrían abruptamente a los lados de la carretera, como pálidas cicatrices entre los bosques. Las abandonadas plantaciones de trigo se agitaban bajo el soplo del escaso viento revelando aquí y allá zonas áridas y resecas que a Maya le recordaron las calvas que su abuela había tratado de ocultar con desesperación durante sus últimos años de vida.

En el horizonte, las montañas ocultaban en parte el brillo blanco del sol creando sombras oscuras a lo largo de las laderas. El riachuelo que atravesaba Lodden, de cabo a rabo, se oía con más claridad conforme avanzaban.

De pronto, entre dos extensiones de tierra fértil apareció una pequeña granja pintada en un cremoso tono naranja claro, rodeada por una ancha valla de basta madera sin pintar. Debajo de la única ventana, ubicada a la derecha de la fachada, colgaban tres maceteros de barro plantados con delicadas azaleas rosáceas. Maya distinguió también las flores blancas veteadas en rojo de los ramajes en flor de un grupo de manzanos semiescondidos en la parte de atrás.

Aspiró el aroma dulce del aire a través de la ventanilla abierta: la mezcla era deliciosa.

El tintineo de las campanillas plateadas que colgaban frente a la puerta principal los recibió al bajar del coche. Una encorvada señora los saludó secamente sentada en una mecedora de madera, tenía una regadera de plástico verde a los pies y el cabello canoso retorcido en un moño apretado.

La sonrisa de Maya se evaporó, paró en seco y se llevó una mano a la garganta.

—¿Anne Cavanaugh?—inquirió con la voz estrangulada.

Nick se detuvo lo suficiente como para asentir con la cabeza.

—He cambiado de opinión—murmuró Maya alcanzándolo en dos zancadas —, prefiero seguir limpiando carreteras.

—Oh vamos, Anne no es tan mala. Evite hablar de lesbianas y de comunistas y estará bien.

Pero Maya no estaba preocupada por la anciana que los escrutaba con atención desde su cómodo asiento. Lo que había alterado sus nervios era la certeza de que donde estuviera Anne Cavanaugh, estaría Dylan Malone.

—¿Es eso cierto, chica? ¿Quieres que te coma?

—¡Por favor!—siseó desesperada. —¡Me pasaré el resto del año recogiendo condones usados si es necesario, pero esto no!

Nick se detuvo en seco y la fulminó con la mirada.

—Señorita Conelly usted no está en posición de elegir. Este es el trabajo que se le ha asignado y lo hará le guste o no. Si tiene algún problema podemos recapacitar acerca de unas vacaciones en el correccional ¿es eso lo que quiere?—amenazó tajante. No iba a mencionar que era bastante improbable que cualquier juez le impusiera una pena tan elevada.

Funcionó.

—Vale—farfulló Maya cavilando acerca de las posibilidades de esconder su presencia ante Dylan. —Entonces ¿cuánto tiempo tengo que quedarme aquí? —inquirió mordiéndose la uña del pulgar.

—Todo el que Anne necesite, por supuesto.

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Si Maya había pensando que limpiar carreteras era un castigo cruel, debió haberlo pensado mejor.

La señora Cavanaugh había pasado la última hora relatándole monótonamente la historia de la granja, de cómo una colección inacabable de antepasados suyos habían evitado la invasión yanqui durante la guerra y de la larga lista de cambios que sus piojosos vecinos la habían querido obligar a hacer.

—Y yo les dije que si querían tocar mi casa iban a tener que sacarme en una caja de pino primero. No voy a permitir que nadie convierta mi granja en una de esas casuchas enanas para esnobs—espetó erguida en el centro de la luminosa cocina, con las manos arrugadas apoyadas contra las escuálidas caderas.

Maya asintió con los labios apretados y aprovechó la indignación de la señora para admirar el lugar.

Había una ventana cuadrada de la que colgaban un par de cortinas con un alegre estampado de diminutos trozos de sandía. La mesita central, redonda y pulida, estaba rodeada por un juego de sillas desparejadas, el suelo de linóleo gris presentaba delgadas grietas aquí y allá y encima del fregadero, sobre una estantería de madera sencilla, había una colección de pimenteros con forma de gansos.

—¿Qué edad tienes, niña? —le preguntó de buenas a primeras, entrecerrando los diminutos ojillos grises.

—Diecisiete, señora—contestó Maya con educación, desviando la mirada del anticuado frigorífico marrón.

—¿Diecisiete?— Anne bufó. —¡Pues estás muy flacucha para tener diecisiete! Pareces una de esas mujeres esqueléticas que salen en las revistas de hoy en día. A tu edad yo estaba a punto de casarme y usaba sostenes de la talla ciento diez.

Maya se atragantó con su propia saliva. Fue incapaz de no repasar con la mirada el nervudo cuerpo de su interlocutora. La talla ciento diez parecía haber huido de su torso cóncavo.

—Es por esas porquerías que coméis ahora, estoy segura.—Continuó imparable.— Mi sobrino Dylan también está en los huesos. ¿Conoces a Dylan? Es un descarado sin remedio y tiene esa odiosa costumbre de escuchar música satánica en su habitación. No es un mal chico, pero le faltaron un par de azotes cuando era todavía pequeño.

—Eh…

—Bueno, bueno deja ya de distraerme y sígueme. Todavía no has visto ni la mitad de la casa, niña. 

Maya la siguió en silencio.

Al entrar a la siguiente habitación tuvo la sensación de haber viajado a otro lugar, uno muy muy lejano de la luminosa granja de los Cavanaugh. Tres de las cuatro paredes del salón estaban forradas con gruesas estanterías de madera oscura que a su vez se encontraban atestadas de los objetos más inesperados: filas y filas de antiguos frascos de perfume vacíos, monstruosos candelabros de latón, recias cestas de mimbre hechas a mano, un sombrero de copa, una amplía colección de bailarinas de cristal, discos de vinilo polvorientos, gatitos de porcelana descascarillados, tres cajas de puros con la solapa superior arrancada, rellenas de anzuelos…

Un recargado sofá de tres plazas reinaba sobre el centro de la habitación, del techo colgaba una polvorienta lámpara de cristal y en la pared libre resaltaba un enorme cuadro que representaba una escena de caza: dos perros labradores a los pies de su orgulloso amo, que ostentaba una larga escopeta sobre el hombro derecho y a lo lejos un conjunto de personas pescando en un enorme lago azul cobalto.

El conjunto de diferentes colores y texturas en la habitación resultaba agobiante hasta que te acostumbrabas; había demasiado que ver.

—Mi marido era un apasionado de la caza—dijo Anne señalando el óleo—y de las colecciones en general.

Maya asintió aunque le pareció que más que un coleccionista, el difunto señor Cavanaugh disfrutaba acumulando trastos.

Las habitaciones del piso superior respondían al mismo diseño sencillo y hogareño de la cocina, y el baño estaba decorado en tonos blancos y verde mar, dándole un aspecto pulcro y despejado; en especial le gustó la gran bañera antigua con garras doradas.

—Tiene una casa preciosa, señora Cavanaugh—aduló Maya con sinceridad.

Anne gruñó.

—Me alegra que te guste pero no te hagas ilusiones, niña. Tú vas a pasarte la mayoría del tiempo fuera, pintándome la verja. Y nada de estar haraganeando cuando me pierdas de vista—dijo. —Yo puedo oler a los vagos. —Se golpeó repetidamente la nariz y la guio de vuelta a la cocina, donde le entregó un par de latones de pintura y la despidió con un portazo en la cara.

Maya permaneció un momento en el mismo lugar, demasiado sorprendida para reaccionar, luego observó con resignación los enseres de trabajo. Los latones parecían pesar bastante así que no tendría más remedio que arrastrarlos. Se metió las brochas en la cinturilla del chándal y empezó con la tarea.

Una hora después se tuvo que sentar con la cabeza entre las rodillas, mareada. El olor de la pintura fresca, penetrante y denso, había trepado por sus fosas nasales y se había hecho tan fuerte que sentía que podía saborearlo. Cerró la lata y giró la cabeza hacia el lado contrario a la casa, tratando de protegerse del agudo tufo. El sudor le bajaba por la espalda y tenía las rodillas marcadas por las diminutas piedrecillas del camino.

Se negó a pensar en todos los largos metros de valla que le quedaban por terminar, no era tan masoquista.

La única buena noticia del día era que Dylan Malone no había aparecido por allí. Maya se preguntaba cuánto tardaría su suerte en agotarse.

—¡Niña! —protegiéndose los ojos del sol, Maya se puso en pie sacudiéndose el polvo del chándal. Anne la llamaba desde la puerta de entrada. —¿Es que estás sorda? ¡Llevo quince minutos gritándote!

Qué exagerada, pensó Maya.

Estaba percatándose de que quizás los rumores sobre las monumentales rabietas de la señora Cavanaugh no eran solo un chisme local.

—Quiero que dejes lo que estás haciendo y vayas a hacerme la compra—ordenó. Rebuscó entre su bolso de tela y sacó un par de billetes de veinte. —Aquí tienes la lista y quiero las facturas, no te vayas a pensar que puedes quedarte con las vueltas, no soy de las que derrochan el dinero.

—Pero yo estoy aquí para pintar la verja, no para hacer recados—explicó Maya con suavidad, frotándose las palmas de las manos contra el pantalón. No le seducía la idea de volver tan pronto al supermercado familiar del señor Li, y de todas maneras que ella supiera no tenía por qué convertirse también en la chica de los mandados.

Anne Cavanaugh la taladró con la mirada y dio un paso al frente, erguida sobre su escaso metro sesenta, enfadada y amenazadora.

—Tú estás aquí para lo que yo necesite—puntualizó hablando lenta y claramente. —Pero si no quieres hacerlo hablaré con el sheriff White para que te busque otro lugar, no pienso tolerar el mal carácter de una niñita respondona.

Maya tragó saliva.

—Eso no será…necesario—recapacitó la joven con la amenaza de Nick White taladrándole los oídos.—Lo siento señora Cavanaugh, iré ahora mismo por su compra.

—Así me gusta. No tardes mucho—exigió Anne y volvió a guarecerse en su fresca cocina.

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Maya no era una persona cobarde por naturaleza, diablos si todavía conservaba las cicatrices que obtuvo al saltar desde el tejadillo de la cocina de los Molina respondiendo ante un reto de Nel, pero la mirada fulminante del señor Li la acobardó hasta hacerla temblar.

El supermercado entero se quedó en silencio con su llegada y después volvió a la vida con un murmullo parecido al de las abejas enfurecidas. La gente la observaba descaradamente y se daban codazos unos a otros susurrando acerca de su desvergüenza. La esposa del señor Li la persiguió en todo momento, provocando que los objetos que pensaba comprar se le cayeran de las manos.

Y el infierno no había hecho más que empezar a caldearse.

Cuando llegó su turno frente a la caja registradora y el señor Li, con los ojos furiosamente entrecerrados clavados en la frente sonrojada de Maya, comenzó a pasar la pistola de precios sobre los alimentos, las puertas automáticas se abrieron y Liam Miller entró en el establecimiento con una sonriente Elle. En cuanto vieron a Maya se acercaron a saludarla sin percatarse de la tensión cortante que enturbiaba el aire.

—¡Maya, qué sorpresa! —Elle la señaló con un largo dedo. —Todavía estoy esperando la visita que me prometiste.

Liam detrás de ella le guiñó un ojo con amable interés.

—Lo siento—se disculpó Maya aliviada de que al parecer ellos no quisieran colgarla del mástil de la bandera y tirarle huevos podridos a la cara o algo parecido. —He estado ocupada.

El señor Li no pudo soportarlo más. Con un ruidoso bufido, apretó el pan de molde entre sus dedos y espetó:

—Sí señora, muy ocupada robándome la recaudación.

La sonrisa de Elle pareció derretirse sobre su agraciado rostro, Liam frunció el ceño.

Maya sintió como el calor de la humillación inundaba sus mejillas. El vientre le cosquilleó por la vergüenza, la pena y la rabia.

Tenía que salir de allí.

Arrojó el dinero sobre la cinta transportadora, recogió las bolsas con torpeza y huyó tan rápido como pudo. 

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El polvo del camino de vuelta a la casa de la señora Cavanaugh se adhería poco a poco a la piel sudorosa de Maya. Todavía le costaba respirar con normalidad. Sabía que merecía lo que había pasado pero de todas maneras seguía doliendo. El largo camino hacia el olvido se le estaba haciendo cuesta arriba y todavía no había pasado ni una semana de su ingreso al club de los desarrapados de Lodden.

No sabía si podría aguantar los años que como su madre vaticinó, le quedaban para obtener el perdón de un pueblo que cada vez se presentaba más hostil.

Tiempo al tiempo decían. Estupideces, pensó Maya. La persona que inventó ese dicho jamás tuvo que vivir en un lugar como aquel, que ni olvidaba ni tenía piedad con las ovejas negras del rebaño.

Maya arrastró los pies sintiendo la sangre acumularse en torno al apretón de las asas plásticas de las bolsas del supermercado.

Puede que después de la muerte de Jim hubiera tenido la necesidad de permanecer en Lodden, pero eso había sido antes de sentir que el peso de sus nefastas decisiones amenazaba con sepultarla. La idea de una huida hacia la libertad total se volvía más y más tentadora con el paso de los días.

Maya fantaseó con vivir en una gran y anónima ciudad donde nadie la conociera ni supiera nada de su vida y luego volvió a la realidad tosiendo desesperadamente.

Dylan Malone, a horcajadas sobre una moto de aspecto feroz, le sonreía burlón a pocos pasos de distancia.

Cuando la joven recuperó la compostura y la capacidad de respirar con normalidad lo fulminó con la mirada.

—¿Eres imbécil o qué? ¡Casi me matas del susto!—chilló.

—No sería la primera vez—contestó Dylan refiriéndose a su última interacción.

Maya puso los ojos en blanco.

—Sí, sí sería la primera vez. En el parque no me diste miedo precisamente, más bien pena—espetó volviéndose de nuevo hacia el camino. —Y risa—añadió por encima del hombro solo por sentir un poco más de ese frescor que le provocaba el volcar toda la frustración sobre su único blanco disponible.

Dylan la siguió, impulsando la moto con los pies.

—Alguien está de mal humor—se regodeó. Había algo sobre ver cómo las fosas nasales de Maya se dilataban de ira que le resultó excitante. Quería seguir picándola para saber dónde estaba su límite.

—Mi mal humor tiene que ver con tu presencia.

—Mentirosa—murmuró recorriendo su tentador cuerpecito con la mirada. —Sé que estabas cabreada mucho antes de que nos encontráramos.

Maya apuró el paso y lo ignoró.

—De todas maneras, ¿qué haces por aquí? Tu casa está muy lejos de estos lares.

—Déjame en paz, ¿quieres?

Dylan se detuvo aunque no precisamente por la petición de Maya. Había llegado a una inesperada y placentera conclusión. Se echó a reír por lo irónicamente dulce que podía llegar a ser la vida.

—Así que eres tú—dijo paladeando cada sílaba.

Maya se giró a regañadientes.

—¿A qué te refieres? —inquirió. El animado tono de voz de Dylan había despertado su curiosidad.

Dylan disfrutó del momento. Se acercó con parsimonia a la chica que últimamente parecía negarse a desaparecer de sus pensamientos y le sonrió con audacia.

—Me refiero a que eres tú nuestra nueva sirvienta.

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Gracias por leer. A las que se toman el tiempo de dejarme sus comentarios, muchas, muchas gracias. Me alegráis el día.

Ele y Erica son las que se encargaron de pulir la historia, así que parte del merito es de ellas. Gracias chicas.

10 comentarios:

  1. Hola! :)
    El capítulo estuvo genial, de verdad moría de ganas por leerlo. Lo cortaste en la mejor parte, eres mala!! ya quiero saber como se pondrán las cosas, pero ha sido interesante esta parte. Espero que estés muy bien, saludos!

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  2. Wolas!!!

    Me ha gustado mucho el cap, en serio ^^.
    Aunque la parte del supermercado me ha dado un poco de pena y en cuanto al señor Li me dio un poco de rabia que dijese eso, la verdad XD.
    Pero la mejor parte ha sido cuando Dylan ha hecho acto de presencia. Me encanta ese chico *o*.

    Hasta el próximo capi ^^

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    1. A mí también me dio penita, pero tiene que aprender xD.

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  3. Hola! Esta bueno, es una maravillosa con la q uno se entiende. Y lo mejor (o peor para nosotras) es que cuando llega Dylan cortas la escena, yo quedo como .____.' Pero igual ye seguré leyendo! ;)

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    1. Gracias! Todas me habéis dicho que soy mala u.u. Es que tirar todo a la parrilla de uno no vale, igual habrá más Dylan, np.

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  4. maravillosa historia (arriba me equivoqué)

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  5. Hola!!Me ha encantado el nuevo capitulo pero pobre Maya menudo bochorno en la tienda...
    Pero genial todo lo de la casa con la señora esa loca!XD
    y ya estoy esperando el siguiente capi aver que pasa con Dylan que lo cortastes en lo mejor! =)


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  6. Hola!!!
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