Maya sonrió
suavemente y el espejo le devolvió el gesto.
Había despertado
de buen humor.
Hacía un día
precioso: el cielo estaba despejado y de un profundo azul celeste, como las
pacíficas aguas del lago del parque principal. La brisa estival, que olía
deliciosamente a pino y cloro, cortesía de la inauguración de la piscina de los
Williams, agitaba la delgada cortina blanca que colgaba del ventanuco del baño,
y el sol se alzaba en lo más alto como una enorme bola de discoteca naranja, inundando
de calor el valle y el pequeño pueblo.
El almanaque de
cartón que el señor Randall les regalaba todos los años con publicidad de su
negocio de fontanería, marcaba en rojo el único día en que Maya no tenía que
trabajar, o más bien esclavizarse, pues la definición de trabajo no encajaba del todo con los quehaceres de la adolescente. Sin
embargo debía admitir que también tenía sus regalías: su piel estaba
adquiriendo un bonito tono dorado cremoso que hacía resaltar sus ojos y el
esfuerzo comenzaba a transformarse en una agradable tonificación muscular.
Pero poder
disfrutar de un día libre era el hecho más notable del casi último mes de la
vida de Maya y ella lo agradecía, por supuesto. Aunque no era solo el
fantástico clima o el exquisito aroma a verano lo que había puesto la guinda a
su mejorado ánimo.
Nel Molina, su
mejor amiga desde que tenía uso de razón, volvía a estar a su lado, al pie del
cañón. y eso no tenía precio. Juntas se habían dedicado a pulir el suelo de la
cocina de los Conelly con los restos despellejados de Dylan Malone, para
después pasar a temas muchísimo más interesantes.
Como su futura
cita con Carl Scott, por ejemplo.
Maya se peinó el
cabello con los dedos y se aplicó un poco de gloss transparente en los labios.
Estaba impaciente
por salir con el único chico que había sido capaz de colarse hasta en sus
sueños.
El primero sí, pero no el único, se
corrigió con rabia contenida, aunque prefería jugar con una serpiente venenosa
antes de admitir que últimamente el paleto de Malone aparecía en sus sueños con
una frecuencia alarmante.
Apretó los dientes
y se negó a dejarse arrastrar por ese
tema. Tenía otros mucho más deseables sobre los que divagar.
La noche anterior,
su madre había llegado a casa con una gran porción de tarta para ella y para
Adam, una pequeña muestra de amabilidad que le sentó casi mejor que la larga y
relajante ducha de la que había disfrutado esa mañana.
Las cosas por fin comienzan a mejorar, se dijo.
Era cierto que
sobre sus hombros pesaban aún ciertas preocupaciones; el tema dinero era una de ellas, una muy grave.
La posibilidad frustrada de ayudar a su pequeña familia consiguiendo un trabajo
de verano, todavía le escocía lo suficiente como para permanecer alerta y
preparada, y no descartaba la posibilidad de usar los domingos para reparar, en
parte, el daño que el veredicto del juez Thomas había causado en su pasada y
apacible rutina.
Incluso estaba
dispuesta a sacrificar algunas horas de sueño y hacer turnos nocturnos trabajando
de camarera en los pubs del centro de
Lodden, pero sabía que Amanda descartaría esa posibilidad sin siquiera
contemplarla. Y lamentablemente por ser menor de edad, necesitaba el permiso de
su tutor legal para ello.
Maya suspiró y
giró la perilla del baño. El dinero, o la falta de él en este caso, era algo
terriblemente agobiante, jamás había pensado en que esos malditos papeles
verdes desgastados podrían resultar un tema tan asfixiante.
En el piso de
abajo la puerta de la calle rechinó al abrirse y la aguda vocecita de Adam
inundó el estrecho recibidor de los Conelly.
Maya se detuvo a
un paso de la escalera, a sus oídos había llegado un sonido tan exquisito como
extrañado: la brillante risa de su madre.
Bajó de dos en dos
los peldaños, expectante.
Su hermano pequeño
cotorreaba sin parar mientras revoloteaba de aquí para allá alrededor de la
cocina.
—…!con caballos de
verdad! Y Tommy Kuhn le dijo que estaba flipando,
que no se lo creía para nada y que seguro que su cumpleaños era un aburrimiento
para bebés…—explicaba en voz alta.
—Claro, es que
Tommy es el colmo de la madurez—bromeó Maya despeinándolo.
—¡Maya! ¿A qué no
sabes qué? ¡Kev Harris me ha invitado a su fiesta! Su papá va a traer un
castillo inflable y acamparemos en el jardín, con hogueras y todo. Y ¡vamos a
atrapar luciérnagas! —chilló saltando de un pie a otro con los ojos empañados
por la fascinación. —Kev dice que sólo hay una forma de atraparlas, porque son
muy escurridas…
—Escurridizas—le
corrigió automáticamente.
—Eso. Pero Matt,
su hermano mayor, sabe cómo hacerlo y nos va a enseñar. Y ¿a qué no sabes qué
más? Kev dice que tiene tres caballos y…
Adam continuó y
continuó, con toda la energía y la expectación que una fiesta de cumpleaños
podía producir en un niño de ocho años, pero Maya dejó de prestarle atención.
Frunció el ceño
extrañada por la cantidad de bolsas de supermercado que Amanda depositaba
contra la puerta de la calle a fin de mantenerla abierta. Se asomó al porche
donde estaba aparcado el vehículo familiar con el maletero abierto y atestado
de compras y se sorprendió aún más cuando distinguió el atuendo de su madre.
Volvía a lucir uno
de sus bonitos vestidos veraniegos, amarillo claro con diminutas flores blancas
estampadas. Tenía el cabello recogido en una coleta alta y desenfadada que
dejaba escapar varios mechones de cabello rizado, los delicados pies enfundados
en un par de sandalias de cuña, con tiras de cuero blanco enrolladas entorno al
tobillo y un juego de aros dorados colgando de las orejas.
Sin embargo había
algo más, aparte del llamativo atuendo que envolvía la apariencia de Amanda y
la hacía resplandecer con luz propia, pero Maya no logró distinguir exactamente
qué.
Parecía haber rejuvenecido
diez años de pronto.
—¿Mamá? —inquirió
para sí misma por encima de la retahíla de Adam, llevándose una mano hasta la
garganta.
Hacía mucho tiempo
que su madre no se arreglaba, desde la muerte de Jim exactamente y sin saber
por qué, Maya se sintió extrañamente indispuesta.
Jamás había pensado
en ella como una mujer, sino como un ser sin pertenencia a ningún género
sexual, un ente acogedor y delicado que pululaba por su casa, zurcía calcetines
y preparaba sopa.
Una madre, punto.
Por eso verla así,
tan radiante y llena de vitalidad, la obligó a abrir los ojos y darse cuenta de
que era una mujer muy joven todavía, atractiva y por qué no, deseable.
Se estremeció.
Tragó saliva con
una sensación anormal en la boca del estómago y se agachó para recoger las
bolsas.
Su cabeza se
llenaba de preguntas.
¿De dónde había
sacado el dinero para todo aquello? ¿Por qué, en vez de caminar, parecía flotar
sobre el desgastado parqué de la cocina? Y, ¿qué significaba aquella sutil y
definitivamente extraña energía que emanaba del cuerpo de su madre?
El buen humor de
Maya se evaporó sin ninguna razón aparente, opacado por la opresiva presencia
de un mal presentimiento.
Y su intuición no
falló esta vez.
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Después de
almorzar escuchando las nuevas noticias de Adam, Amanda preparó una jarra de té
helado e invitó a su hija a compartirlo con ella en el porche, como cuando Maya
era pequeña.
—Hace días que
quería hablar contigo—le dijo depositando el vaso de cristal, lleno del
ambarino líquido, en el alféizar de la ventana.
—¿En serio? —preguntó
Maya reticente.
Puede que la
sospecha le hubiera puesto los vellos de punta, pero la oportunidad de tener
una charla normal con su madre era algo tan reconfortante que prefería dejarlo
pasar.
Por el momento.
—Bueno…no es
ningún secreto que necesitamos dinero—empezó, sin mirar a su hija a los ojos.
Extraño comentario
después del despliegue de alimentos que había ayudado a organizar, pensó Maya
llevándose el vaso a los labios. Se mantuvo en silencio, a la espera, fingiendo
estar muy interesada en las escasas nubes que se movían con perezosa
tranquilidad en el cielo, que por cierto, de pronto ya no le parecía ni tan
brillante ni tan llamativo.
—Con mi sueldo no
nos llega y por desgracia, ya no tengo a nadie que me ayude con las facturas.
Maya se removió
incómoda, pero Amanda no le dio tiempo a disculparse, por enésima vez.
—He decidido
alquilar la habitación que nos sobra en la casa—soltó de golpe, sin anestesia
ni paños calientes.
—¡¿Qué?! —chilló
Maya envarada, tirándose encima la mitad del té.
Se puso en pie de
un salto y miró a su madre como si hubiera perdido la cabeza.
Pero Amanda no
estaba dispuesta a discutir el tema con su hija, a la que aún no perdonaba del
todo.
La idea la había
abordado el día anterior, cuando el doctor Grimmes le contó el último chisme
local.
La cañería
principal de la casa de Nick White había estallado de buenas a primeras,
inundando la casa del sheriff y
obligándolo a buscar urgentemente un lugar donde vivir hasta que le arreglaran
el desaguisado.
Jamás habría
imaginado que el pensamiento de tener a alguien ajeno a su familia viviendo en
su casa se le antojara tan acertado. Era una buena manera de conseguir ingresos
extras. Aunque no pensaba contarle a su hija que la determinación final llegó
con la imagen de White sonriéndole a través de la ventana de la consulta donde
trabajaba.
—Pero mamá…—masculló.
—Maya—la cortó
Amanda tajante—, necesitamos el dinero y lo sabes.
Su tono de voz
sugería que la decisión estaba tomada, que era definitiva y nada de lo que ella
dijera podría hacerla cambiar de opinión.
Genial manera de
arruinar lo que, había creído, sería un día perfecto.
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Maya pasó el resto
del día masticando el enfado en su habitación. El sabor amargo que se adhirió a
su lengua tras la conversación con su madre le había cerrado el estómago y
viajaba lentamente por el resto de su cuerpo, envenenándola.
Convertir su hogar
en una casa de huéspedes iba a hacer tanto ruido, o más, que una bomba nuclear
en un pueblo donde una mujer viuda tenía la obligación de vestirse de negro el
resto de sus días. Los Conelly iban a verse rodeados por los rumores hasta el
día de su muerte.
Era deprimente.
Pero Amanda no
quería entender, ni escuchar, sus razones para abolir esa ultrajante idea.
Estaba empecinada en arreglar y alquilar el pequeño cuarto que había servido de
desahogo para su difunto padre.
Jim había pasado
las horas muertas en esa habitación, rodeado de los otros amores de su vida:
sus maquetas. Había montado planeadores y barcos en miniatura, pequeñas casas
de muñecas con detalles en mármol e incluso en plata, y Maya recordaba con
claridad las largas horas que había disfrutado observando la maestría con la
que su padre creaba pequeñas piezas talladas, deleitándose en la delicadeza con
la que sus grandes manos, toscas por el trabajo, acariciaban la madera dándole forma.
Dejar que alguien
invadiera el espacio personal de Jim le resultaba insoportable. Ni siquiera era
capaz de respirar con normalidad, sentía una fuerte presión en el pecho que la
obligaba a jadear y había perdido el color en el rostro.
Así que la famosa
teoría del caos no tenía nada que ver con aleteos de mariposas, no. Funcionaba
de una forma cruel y despiadada: si metes las manos en una caja registradora,
un abominable extraño invadirá tu casa y borrará, con su detestable estadía,
las huellas de lo que más has amado en tu vida.
¡Maravilloso!
Aliñar la ensalada
con cianuro le resultaría menos doloroso, estaba segura.
Un golpe tímido en
la puerta de su habitación la obligó a apartar la mirada del techo.
Adam entró en la
estancia con el cabello engominado y las manos detrás de la espalda.
—¿Qué pasa? —le
espetó incorporándose enfurruñada. Golpeó varias veces la almohada a fin de
obtener algo de comodidad. Un esfuerzo inútil, por supuesto.
—¿Estas muy
enfadada, hermanita?
Maya enarcó las
cejas.
Adam sólo usaba
apelativos cariñosos cuando quería algo.
—Sí—le dijo.
El niño avanzó un
par de pasos más y le dio una suave patada a la pata de la cama.
—¿Cuánto tiempo
más te va a durar el enfado? —inquirió ronco con los ojos clavados en el
edredón estampado con diminutos limones y limas.
Maya bufó.
—¿Qué quieres,
Adam? —atajó.
Prefería
despacharlo rápidamente antes de que la carita descompuesta de su hermano
hiciera estragos en su resolución de no aparecer más en público. O al menos no
hasta que su madre entrara en razón.
—Es que mamá tiene
turno esta noche…—balbuceó contrito. Levantó la mirada de la cama y la clavó en
los ojos turbios de su hermana. —¿Me puedes llevar tú a la fiesta de Kev? —soltó
de carrerilla, sin respirar siquiera.
Maya cerró los
ojos.
Tenía un no rotundo en la punta de la lengua,
pero el deseo de descargarse contra el objetivo más cercano perdía todo su
atractivo cuando era su frágil hermano el que recibiría parte de su
frustración. No podía, ni quería
realmente, hacer pagar a Adam por algo en lo que no tenía ni arte ni parte.
—¿A qué hora
empieza la dichosa fiesta? —exigió entre los dientes apretados.
Adam soltó un
gritito de alegría.
—¡A las seis y
media! Y ¿sabes qué, Maya? ¡Mamá me ha dicho que te va a prestar el coche si me
llevas! Sólo tienes que dejarme en la puerta, si quieres. Y te prometo que no
voy a decir ni una tontería—se trazó una cruz sobre el diminuto torso y le
regaló una sonrisa enorme, destacable por el hueco que uno de sus últimos
dientes de leche había dejado entre el colmillo y la paleta.
—Eso lo dudo—murmuró
poniéndose en pie.
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La familia Harris
vivía cerca del valle, en un basto y desahogado páramo rodeado de abundante
vegetación. Tenían una casa enorme a la que se accedía a través del encantador
caminito adoquinado de piedra gris clara, secundado por altos naranjos en flor.
Las luces de la fiesta iluminaban el cálido atardecer del pueblo, como
luciérnagas de gran tamaño contra el manto azul de terciopelo que era el cielo
a esa hora del día.
Adam saltaba en el
asiento del copiloto, con el cinturón de seguridad cruzado sobre su pecho y las
manos empuñadas sobre el salpicadero.
Era la primera vez
que pasaba la noche en una casa ajena y Maya estaba preocupada por él. Su
hipersensibilidad por la poca familia que le quedaba le encrespaba los vellos
de la nuca.
—Antes de que me
vaya me vas a tener que prometer una cosa, Adam—pidió con la mirada clavada en
la senda.
Hizo una pausa
mientras llegaba a la zona de aparcamiento.
El niño no le
prestó atención, tenía la nariz pegada a la ventanilla.
Maya sacó las
llaves del contacto, se soltó el cinturón y bajó del coche. Se apresuró a
colocarse frente a la puerta de Adam, la abrió y se agachó.
—Escúchame enano—exigió
sujetándolo de la barbilla. —Tienes que jurarme que vas a portarte bien y que
no vas a hacer nada que pueda traerte problemas, ¿entendido?
Su hermano se
quedó quieto un momento y la miró con una seriedad poco convencional para un
niño tan pequeño.
—Te lo juro, Maya—murmuró.
Maya perdió el
aliento. Incorporándose lentamente lo ayudó a bajar del coche y lo acompañó
hasta la entrada de la casa.
Por un momento
había visto la mirada de Jim en los ojos azules de su hermano menor, la misma
arruguita de concentración entre las cejas. No sabía si se debía a un gesto
real en las conocidas facciones o al hecho de que llevaba todo el día pensando
en su padre, pero lo cierto es que le conmovió el parecido.
Se preguntó si eso
era lo que veía su madre en su rostro, si era esa la razón de que Amanda
evitara mirarla durante los meses que siguieron a la muerte de Jim.
—Buenas noches—saludó
la alta señora que abrió la puerta enfundada en un uniforme gris.
Tenía las
sienes, ya aclaradas por un millar de canas, estiradas por el tenso moño con el
que se recogía el cabello, los labios ridículamente delgados y una mueca de
hastío en el rostro arrugado.
—Eh, buenas noches—imitaron
Adam y Maya al unísono.
Pero no les dio
tiempo a decir nada más.
Un par de piernas
aparecieron en la mitad de la escalera, detrás del ama de llaves, seguidas del
cuerpo larguirucho de Kev Harris, que se apresuró al encuentro de su amigo con
una gran sonrisa en su rostro pálido.
El niño usaba
gafas y tenía el cabello del mismo color que la paja. Era alto para su edad y
Maya siempre pensaba en él como el típico empollón.
—¡Adam has venido!
¡Mira esto! —chilló encantado señalándose un grueso cinturón de plástico negro.
—¡Es el original, con la baticuerda
y todo! Atento.
Abrió uno de los
compartimentos del cinturón, que bailaba en torno a sus exiguas caderas,
desenrolló una larga cuerda de nylon y la agitó como un látigo.
La cuerda brilló
al golpear contra el pavimento y Adam rio con gusto.
—¡Qué guay! —alabó extasiado.
—Sí, ¿verdad? No
pega descargas eléctricas porque sería peligroso—explicó con madurez—pero mola mucho. Me lo ha regalado Matt.
Maya y la señora,
que seguía de pie bajo el marco de la puerta, se miraron sin entender la
fascinación de los pequeños por una cuerda fluorescente, aunque se abstuvieron
de hacer comentarios.
—¡Vamos, vamos!
Tienes que ver el castillo, es muy grande, y vas a flipar con los caballos. El mío se llama Robin y tú puedes usar a Colorado,
pero no le des tarta ¿eh? La última vez Matt le dio un trozo de tarta y…
Los
niños desaparecieron sin despedirse, metidos de lleno en su conversación,
dejando a Maya allí plantada
—En fin—murmuró
balanceándose sobre los talones de sus botas. Se sacó una hoja de papel
pulcramente doblada del bolsillo trasero de los vaqueros y se la tendió a la
encargada de la casona. —Aquí están los números de contacto, por favor llámeme
si pasa cualquier cosa.
La mujer asintió
en silencio y cerró la puerta.
Maya se mordió la
uña del pulgar, preguntándose si no habría exagerado anotando el número de la
policía local, los bomberos, emergencias y el de la consulta del doctor
Grimmes, además del directo de casa, el móvil de su madre, el suyo propio y el
de los Williams.
Mejor prevenir que
curar, se dijo.
Con reticencia
apartó la vista de la zona despejada donde se llevaría a cabo la fiesta y se
obligó a volver al coche.
Adam iba a estar
bien, seguro.
—¿Maya? —la llamó
una voz masculina.
Se quedó helada.
Por un momento
creyó que su peor pesadilla hecha carne, o sea el paleto marginal, estaba allí,
pero cuando Matt Harris salió del jardín con un montón de globos oscilando por
encima de su cabeza se regañó a sí misma por la chispa de alegría prohibida que
había sentido.
¿Alegría? Se
estaba volviendo loca de verdad.
—Hola—masculló
todavía indignada con sus complicados sentimientos y por el último encuentro
con el mayor de los hermanos Harris, que había tenido lugar en el parque
principal de Lodden.
—Atento,
parece que tu proposición le interesa—recordó.
¿Cómo podía él ser
hermano del afable Kev?
Observó a Matt de
arriba abajo, desde sus zapatillas desatadas, los vaqueros desgastados y
caídos, la mueca peligrosa en su rostro pálido, hasta el desarreglado cabello
que le caía por encima de la frente y las orejas. Todo en él gritaba que no
encajaba allí, en una casa que parecía sacada de las mejores revistas de
decoración, en una familia suntuosa y rodeada de lujos.
Maya lo había
incluido, sin pensar mucho al respecto, en el grupo de desarrapados de Lodden,
pero lo cierto era que Matt pertenecía al pequeño círculo de gente adinerada de
la zona.
Círculo que, por
cierto, encabezaba la familia de Carl Scott.
No entendía por
qué alguien como él había terminado llamando la atención por asuntos tan
escabrosos como palizas a otros jóvenes o robos en la gasolinera. Era obvio que
Matt no lo había hecho por necesidad precisamente.
Lo detestó
inmediatamente.
No solo por
asociación, siendo como era uno de los mejores amigos de Malone, sino por tener
todo lo que ella necesitaba y no apreciarlo.
Era injusto.
—Y adiós—espetó,
girando en redondo para dirigirse al coche.
Matt rio ante la
postura envarada de la joven.
—¿Qué pasa?
¿Todavía me guardas rencor por lo del otro día? —le gritó. —Sólo estábamos
bromeando un poco. ¿Es qué no tienes sentido del humor?
Maya se detuvo lo
justo para enseñarle el dedo medio, haciéndolo reír otra vez.
Había abierto la
puerta del coche cuando Matt la sujetó por el hombro con suavidad.
—No, en serio,
espera—pidió amable.
A pesar de la
reticencia que sentía por él y por todo su grupo, Maya accedió.
—Mira, si vas a
seguir con tus bromitas ridículas yo…
—No, no—la cortó. —Escucha,
te pido disculpas si te ofendí, ¿de acuerdo? No era mi intención.
Maya entrecerró
los ojos con sospecha.
—¿Lo dices de
verdad?
—De verdad de la
buena—afirmó Matt recostándose contra la carrocería del auto. —De todas formas,
¿qué haces tú aquí? —interrogó.
—He venido a traer
a Adam, mi hermano, a la fiesta de Kev—le explicó Maya relajándose apenas lo
suficiente como para no resultar cortante.
Hubo un brillo
especial en los ojos del joven Harris cuando escuchó su declaración. Una
sonrisa sincera, plena, tiró de las comisuras de sus labios y todo su cuerpo
pareció estremecerse de placer. La agresividad que Maya había creído ver en él,
desapareció con su expresión de profundo agradecimiento.
—Retiro lo de
rencorosa—dijo. —Gracias, Maya.
—¿Por qué?—inquirió
con curiosidad.
No entendía la satisfacción
que brillaba en los ojos del chico, tampoco la nota de emoción que captó en el
agradecimiento.
Matt negó con la
cabeza suavemente, circunspecto.
—Da igual—aseguró
sin dar más explicaciones. —¿Quieres entrar? Tenemos tarta y refrescos y sé que
te mueres por probar el castillo inflable.
Maya fue incapaz
de no corresponder a su sonrisa.
—Me has pillado.
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No hizo falta que
Matt Harris le explicara la razón de tan profunda gratitud. Maya notó
instantáneamente la nota discordante en la fiesta infantil.
Estaba vacía.
No había ido nadie
más que Adam, que corría con las mejillas coloradas por todo el despampanante
recinto con Kev siguiéndolo a duras penas.
Lanzó una mirada
disimulada a Matt, que estaba entretenido enganchando los globos de la larga
barandilla del porche y suspiró.
Una vez más se
daba cuenta de que las apariencias engañaban. Su curiosidad creció.
¿Por qué un niño
como Kev, dulce y encantador, estaba tan solo?
Entonces recordó
la verborrea de Adam en casa, las burlas de Tommy Kuhn sobre la fiesta de los
Harris y cayó en la cuenta de que su apreciación anterior, viendo a Kev como el
típico niño empollón de la clase, un perdedor, no era
exclusivamente personal.
Podía apostar a
que la infancia de Kevin no estaba resultando fácil, y esto le dio un cristal
diferente por el que poder mirar a Matt. Su presencia en la fiesta de
cumpleaños de su hermano adquiría otras connotaciones. Además sintió un fiero
orgullo por Adam.
Quizás no era tan
inmaduro como ella pensaba.
—Guau—alabó.
A pesar de la
escasa asistencia se notaba que se habían esmerado preparando el cumpleaños.
La explanada
estaba salpicada de largas y delgadas antorchas naturales decoradas con grandes
lazos de colores. Había una pequeña carpa blanca en medio del jardín bajo la
que descansaban un par de mesas atestadas de comida. Al fondo pudo distinguir a
los famosos caballos, amarrados dentro de un improvisado corral y un poco más
allá, a la derecha, destacaba una gran tienda de campaña roja y azul con un
montoncito de maderos secos en la entrada.
Sin embargo era el
castillo inflable lo que más llamaba la atención. Una monstruosidad verde y
violeta que se levantaba, retorcido por grandes torretas plásticas, hacia un
cielo cada vez más oscuro.
—Ha quedado bien
¿no? —murmuró Matt sin darse importancia. Aunque lo cierto era que llevaba dos
días preparándolo todo.
—Es genial—asintió
Maya contenta por primera vez desde la llegada de Amanda a casa.
—¡Maya! —Adam
corrió hasta ella sorprendido. —¿Te vas a quedar un rato? —preguntó. Luego
saltó sobre sus inquietos pies y levantó el puño en el aire, triunfal, ante la
sonrisa afirmativa de su hermana.
—Esta noche van a
dormir como piedras—dijo una vez que los niños desaparecieron dentro del
castillo.
—Ya lo creo—secundó
Matt.
Se sentaron cerca
del porche con un par de latas de refresco y un gran plato de nachos. La charla
se dio de una forma natural entre ellos, como si llevaran toda la vida juntos.
Casi le pareció
tan fácil como hablar con Nel.
No pudo evitar
pensar en que si se había equivocado de cabo a rabo con Harris, quizás también
lo había hecho con Dylan.
La posibilidad le
molestaba.
Malone se había
dedicado a pincharla verbalmente cada vez que había tenido oportunidad.
Pero ¿su imagen
prefabricada de él, la de un tipo duro, poco inteligente y cargante, se
ajustaba a lo que Dylan era en realidad?
No lo sabía. No
quería saberlo.
Ya estaba bastante
pendiente de él, por desgracia, como para agregarle más enigmas.
—¿Te pasa algo? —le
preguntó Matt cuando el silencio entre ellos se alargó más de lo correctamente
normal.
Maya se llevó un
nacho a la boca y masticó despacio, ganando tiempo.
—Nada grave—puntualizó.
—Pero me gustaría saber algo y creo que tú puedes ayudarme.
Comió otro nacho
mientras ponía las ideas en orden.
¿Debía preguntarle
por Dylan? Y si lo hacía ¿hasta dónde podía llegar? ¿Sería seguro interrogar a
su mejor amigo, sin esperar claro está, que Matt le contara todo en cuanto lo
viera de nuevo?
Los faros de una
gran camioneta iluminaron el rostro de Maya, desviándola de sus propias
divagaciones.
Matt se puso en
pie de un salto.
—De puta madre—dijo
antes de correr hacia la pareja que bajaba del vehículo.
Si Maya había
pensado que el día estaba resultando extraño, eso no fue nada comparado con el
impacto que recibió al ver llegar a lo que parecían dos artistas circenses.
—¡Kev, ven! —gritó
Matt. —¡Ha llegado el tragafuegos!
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Gracias por leer. Como siempre saludos a todas, espero que les guste. Y un agradecimiento especial a Ele y Eri, mis maravillosas betas.
!Os deseo un feliz año nuevo a todos/as!
Wolas!!!
ResponderEliminarEstuvo genial ^^. Sobre todo la parte en la que salio lo del alquiler de la habitacion al sheriff, eso parece confirmar ciertas sospechas que tenia con este XD.
Y la parte de la fiesta de cumpleaños tambien me gusto bastante ^^.
Ciao!!!
Gracias! Espero que estés teniendo un buen año nuevo, besos!
EliminarSaludos!
ResponderEliminarComo miembro de El Club de las Escritoras te escogí para entregarte el premio 'One Lovely Blog Award'. Para más información entra en la siguiente dirección: http://cafeteradeletras.blogspot.com/
Un beso,
Grisel R. Núñez
Mas, Mas, Mas, mas...........Ahora me has dejado mas Intrigada!
ResponderEliminarHola, soy Arman. Me he unido a la campaña del club de las escritoras "Por un club más unido" así que ya tienes una seguidora más ;)
ResponderEliminarSaludos!!!
Hola guapa!, pasaba a saludarte y desearte un buen inicio de semana! >.<
ResponderEliminarBs!
Buenas, pasaba a saludarte y de paso animarte para que participes en los II Premios del club:
ResponderEliminarhttp://elclubdelasescritoras.blogspot.com.es/2013/09/ii-premios-el-club-de-las-escritoras_16.html
Saludos y buen día!
Hola, vengo a saludarte desde el club de las escritoras, también soy miembro. Te recomiendo que pongas el gaget de seguidores en un lugar más visible que puesto al final no es tan fácil de encontrar
ResponderEliminarTe sigo ;P
Hola, vengo a saludarte desde el club de las escritoras, también soy miembro. Te recomiendo que pongas el gaget de seguidores en un lugar más visible que puesto al final no es tan fácil de encontrar
ResponderEliminarTe sigo ;P
Hola! Acabo de venir del club de las escritoras a visitarte. A partir de ahora te sigo! Mi blog es: http://misescritoscarortigosa.blogspot.com.es/ Te espero ;-)
ResponderEliminarHola, guapa!
ResponderEliminarCuánto tiempo sin saber de ti!
Tengo un nuevo concurso en el club al que perteneces. Te dejo el enlace por si te interesa:
http://elclubdelasescritoras.blogspot.com.es/2015/01/te-gustaria-conseguir.html
Saludos y feliz jueves!
Pd: Si no te interesa participar pero, en cambio, sí quieres ayudarme a promover mi novela, te estaría muy agradecida si lo hiceras!